Irene Vallejo El don de la conversación
El País, 25 de agosto de 2024.
Quizás este mundo hechizado por la exuberancia de
información empieza a añorar el placer —y el poder— del
diálogo.
Era una promesa tentadora. La utopía del tercer milenio presagiaba la
comunicación sin límites. Con la superación de antiguos tabúes, la aparición de
los teléfonos inteligentes y la exuberancia de amistades en redes sociales, el
futuro auguraba un desconocido esplendor de conversaciones y conexiones. Y,
sin embargo, hoy nos descubrimos atrincherados mentalmente y más solitarios
que nunca. Aunque compartimos una honda sed de atención y escucha,
hacemos oídos sordos y nos hablamos con hostilidad o indiferencia. En todas
partes aflora una queja recurrente: la falta de consideración. Unas pocas
personas reciben todo el reconocimiento, mientras una inmensa mayoría se
siente desatendida, acallada y aislada.
Buena parte de las conversaciones cotidianas son distraídas y rutinarias. Se
arrojan palabras al vacío para llenar el tiempo y conjurar la incomodidad. Nos
educan para temer el silencio como algo hostil, pero lo esquivamos con torpeza.
Seríamos personas distintas si los encuentros que decidieron el rumbo de
nuestra vida hubieran sido menos mudos y superficiales, si de verdad
hubiéramos intercambiado pensamientos. Quizás este mundo hechizado por la
exuberancia de información empieza a añorar el placer —y el poder— de la
conversación. Como dijo Luis Buñuel: “Yo adoro la soledad a cambio de que un
amigo venga a hablarme de ella”.
En su Historia íntima de la humanidad, Theodore Zeldin recuerda dos momentos
decisivos en la crónica de los hallazgos parlantes de nuestra especie. La primera
de esas etapas estelares tuvo lugar cuando la filosofía griega descubrió el
diálogo. Hasta entonces, el modelo de aprendizaje era el monólogo: el hombre
sabio o el dios hablaban, y los demás escuchaban. Los tempranos filósofos
helenos proclamaron que los individuos no podían ser inteligentes por separado,
sino que necesitaban el acicate de otras mentes. Sócrates fue el primero en
sostener audazmente que dos personas pueden aprender interrogándose
mutuamente y examinando las ideas heredadas hasta detectar sus fallos, sin
atacarse ni insultarse. Sócrates admitía con humor que, siendo
extraordinariamente feo, luchó por demostrar que todo el mundo puede resultar
hermoso por su forma de hablar.
Aquel caudal revolucionario y parlanchín desembocó en Roma. Cicerón, líder
político y pensador, heredó la misma fascinación por las palabras entretejidas en
común. Afirmó que “quien entabla una conversación no debe impedir entrar a los
demás, como si fuera una propiedad particular suya; debe pensar que, como en
todo lo demás, también en la conversación general es justo que haya turnos”.
Sus escritos no eran ensayos concluyentes, sino diálogos a varias voces en los
cuales él desempeñaba solo un pequeño papel y que terminaban sin un claro
vencedor. Cicerón, gran conocedor de los entresijos del poder y a la vez
enamorado de la filosofía, se adiestraba en el debate de ideas, que nos ayuda a
encontrar archipiélagos de concordancia entre los océanos del desacuerdo.
Tras los hallazgos antiguos, el Renacimiento alumbró un nuevo escenario de
pasión parlante, protagonizado ahora por mujeres. En los círculos intelectuales,
las damas se cansaron de la conducta tosca y ostentosa de los cortesanos, que
se pavoneaban como gallos de pelea. El movimiento brotó en las principales
ciudades italianas, se extendió por Francia e Inglaterra y finalmente por el resto
de Europa y América. Frente a la arrogancia, nacía otro ideal: cortesía,
delicadeza, tacto y cultura. El modelo más imitado fue el de Madame de
Rambouillet, que inventó a principios del siglo XVII la orquesta de cámara de la
conversación. Enseñó a sus contemporáneos a filtrar sus ideas a través de
mentes ajenas. Sus reuniones dieron vida a epigramas, versos, máximas,
retratos, panegíricos, música y juegos. Sobre todo, derribaron el modelo de
debate orientado a aplastar a los demás: acordaron que la seriedad sería liviana,
que la razón escucharía a la emoción, que practicarían la cortesía sin asfixiar la
sinceridad. Aunque ese baremo del gusto y el refinamiento fue privilegio de
círculos aristócratas, aquellos salones —casi siempre liderados por sabias
anfitrionas— dieron cobijo a las ideas ilustradas. En ocasiones, el diálogo se
volvió vanidoso y pedante, encantado de su propio lustre, hasta derivar en
manierismos impostados, pero aquella costumbre dejó un valioso legado: la
cultura de la conversación. Según la ensayista Benedetta Craveri, lo
extraordinario de aquellas charlas de salón fue que aspiraban a la claridad, la
mesura, la elegancia, y el respeto por el amor propio ajeno.
Estas sendas humanistas ofrecen rutas para los retos de hoy. Aún debemos
aprender el arte de hablarnos con respeto, incluso entre desconocidos,
conscientes del impacto de nuestras palabras sobre el equilibrio, a veces frágil,
del ánimo de los demás. En el siglo pasado, filósofos como Martin Buber
o Emmanuel Levinas pensaron que, en esencia, somos seres de encuentros: el
yo emerge del diálogo con un tú, el otro, el diferente. La conversación real entre
dos personas que se escuchan es la mejor herramienta para derribar barreras
en un mundo tan desigual como enfrentado, donde la ausencia de comunicación
se está convirtiendo en un gran problema sumergido en el silencio. El aislamiento
prolongado daña la salud y, si perdura en el tiempo, el sufrimiento de no poder
hablar libremente, sin máscaras ni miedo a la incomprensión, puede derivar en
estados de angustia. Un número creciente de jóvenes empieza a confesar
que sufren soledad no deseada, cuando solía ser la franja de edad menos
amenazada. Se extiende la sensación de distancia, de frustración, presión y falta
de calidez en los encuentros con otras personas. De ver pasar los días y la
vida desde una prisión de cristal o tras la trinchera de una pantalla, donde nadie
puede llegar hasta ti. Una clave esencial para entender los estallidos y los
aullidos de nuestro tiempo es esa ira que se puede mitigar con escucha o, al
contrario, azuzar en una espiral de agresividad.
Toda auténtica colaboración precisa conversación, esos diálogos donde,
mientras jugamos —sin juzgarnos— con las ideas, forjamos alianzas. La acción
colectiva gana fuerza cuando somos capaces de verbalizar nuestras debilidades
y complejidades. Sin miedo, asumiendo el peligro, ya que al escuchar corremos
el riesgo de que nos convenzan. De hecho, “conversar” proviene del
latín versare, “girar”. Se refiere a convivir, converger, pero también cambiar,
darse la vuelta en compañía. De alguna forma, con-versar es una actividad de
calado político y poético —tejer versos con otras personas—. En lugar de trenzar
palabras vivas, nos agazapamos tras nuestras caras pantallas para no hablar
cara a cara. Los teléfonos nos silencian más a menudo que nosotros a ellos.
Mientras nuestros dedos escriben hipnotizados a un rostro lejano, no miramos a
quienes nos rodean: estamos desperdiciando experiencias, protagonizando
huidas fallidas. El inconveniente de esta edad de oro de la comunicación y la
información es que todavía no hemos aprendido a hablarnos. Humanizamos y
amamos a nuestros aparatos, mientras somos cada vez más maquinales con
otras personas. El error fue creer que la tecnología nos enseñaría a conversar.
Para el algoritmo, una persona queda reducida tan solo a un mero “cliente”,
“seguidor” o “usuario”. Cuando la red digital nos atrapa en nichos de mercado,
y el griterío político nos enclaustra en bandos enfrentados, la antigua invitación
al diálogo mantiene viva la esperanza de abrir jaulas, serenar estridencias y
construir encuentros. Tal vez más que nunca, de la conversación depende la
conservación de la comunidad.
Irene Vallejo es filóloga y escritora, Premio Nacional de Ensayo de 2020 por su libro El
infinito en un junco (Siruela).
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