El discurso del odio por Esteban Gonzalez Soler
Hace meses que asistimos a una escena política nacional signada por una palabra que está destinada al tercero espectador más que al interlocutor ocasional. Ya sea que se trate de una entrevista mano a mano de las muchas que los medios cómplices hacen a distintos funcionarios del gobierno, o de supuestos debates en los pocos programas que incorporan voces opositoras (sobre todo vinculadas al kirchnerismo), los representantes del oficialismo intentan instalar una “verdad” solo destinada al tercero (televidente u oyente radial) desentendiéndose de la relación que guardan sus aseveraciones con los hechos y con la historicidad en la que se inscriben, y de las argumentaciones de los otros. Es así que ante la descripción del deterioro social innegable de estos siete meses responden con la clásica muletilla de la “pesada herencia”; ante las luces amarillas de la economía acuden a idéntico expediente; ante la desmesura de la persecución mediática y judicial, alegan que se trata de la libertad de prensa y del funcionamiento de la república antes avasallada por el poder político; ante la brutal transferencia de ingresos hacia los ricos, dicen que sinceraron variables.
El discurso oficial necesita sostenerse en el contrapunto con una ficción del pasado que inventó a tal efecto, con la complicidad y el poder de fuego simbólico de los medios hegemónicos.
Las frases del relato oficial se replican hasta el cansancio en las distintas tribunas mediáticas: “tuvimos que desactivar una bomba”, “nos dejaron un país devastado”, “se robaron todo”, etc. etc. Cada vez que se intenta iniciar un intercambio que dé cuenta del contenido de verdad de esas afirmaciones, se tropieza con un límite estricto al diálogo como posibilidad de esclarecimiento. Aunque los oponentes al relato oficialista asuman una posición que admita errores en las políticas pretéritas y varias asignaturas pendientes (dejemos de lado a los cruzados del “estaba todo bien”) el discurso oficialista no dialoga sobre la posibilidad del atesoramiento de una “verdad relativa” en el otro y, en consecuencia, cancela el debate. Curiosa paradoja en un gobierno que llegó al poder haciendo de su supuesta vocación por el diálogo una bandera y de su convicción de “cerrar la grieta” una promesa.
En esa lógica propagandística del oficialismo, los nombres propios se convierten en adjetivos (Venezuela, Cámpora, Justicia Legítima, 6,7,8) o se adjetiva con variaciones de una identidad política estigmatizada: periodismo-militante, artistas-K, intelectuales-K. Se trata de una operación brutal de vaciamiento del lenguaje, que tiende a desproveer de la posibilidad de pensar y que desde la “violencia del ello”, instaura un peligroso sendero de degradación de la convivencia.
En estos días, el Jefe de Gabinete Marcos Peña-Braun, dijo en el programa de la Mirtha Legrand que “o hacíamos el ajuste o nos convertíamos en Venezuela”. No explicó nada más. No hacía falta, porque el dispositivo narrativo del que se vale, pone el “mal” en el otro y eso es suficiente para justificar su posición. Toda penuria actual queda entonces en el lugar de la tormenta a atravesar para salir de la oscuridad. Días atrás lo dijo Macri en Córdoba “la verdad muchas veces es dura. Pasa en el seno familiar cuando descubrimos algo que estaba queriéndose tapar. Eso provoca dolor, pero siempre provoca crecimiento”. No explicó nada más. Tampoco hacía falta en la hermenéutica oficial de la animadversión.
Ese dispositivo comunicacional les ayudó a ganar las elecciones transfigurando sus objetivos reales en propuestas amigables y, desde que asumieron, licuar a través de él, los costos de los efectos reales de sus medidas de gobierno. Pero con el correr del tiempo, hace agua por las fisuras que se le abren en las dos trampas en las que se basa.
En primer lugar, la construcción antojadiza de un punto inicial de la historia que malversa los hechos e instaura una sola interpretación posible de los mismos. “Nos dejaron un déficit del 7 por ciento”, “estábamos aislados del mundo”, “la economía caía en picada hacia cuatro años”, “el empleo no creció”, “aumentó la pobreza en los últimos doce años”, “el país de desindustrializó”, “las economías regionales estaban quebradas”, “nos dejaron sin energía”, “tenemos que asumir la deuda con los jubilados que generó el kirchnerismo”, son sólo algunas de las frases que en estos días se escucharon en los muchos programas televisivos desde los cuales atizan la llama del odio.
Mentiras, que lisa y llanamente se encargan de desenmascarar las propias estadísticas oficiales del INDEC, o simples opiniones que demandarían una discusión sensata, inscripta en un proceso histórico de largo aliento, a la que eluden sistemáticamente.
En segundo lugar, amparado tras el pelotón comunicacional de fusilamiento del kirchnerismo, la obstinada negativa a esclarecer el rumbo de gobierno como una opción de política posible y no como un camino inevitable impuesto por el deber ser de las cosas. El “túnel” de Michetti, el “dolor del crecimiento” de Macri o la “Venezuela fantasmal” de Peña-Braun, no ilustran suficientemente sobre el rumbo elegido por el gobierno. Al menos no en la medida en que deberían dar cuenta de sus acciones como opciones políticas informadas que le permitan a la ciudadanía discernir. Y no lo hacen porque prefieren navegar las aguas de lo inconfesable prometiendo luces que no llegan ni llegarán nunca, al menos para la inmensa mayoría de la gente.
Los desequilibrios que existían en la economía, en la sociedad, en la política y en las instituciones en diciembre de 2015, eran el fruto posible de una visión de la historia y del desarrollo nacional, administrada con sus aciertos y con sus errores, que admitía debates, matices y correcciones. Lo que siguió es la asunción de un camino opuesto, que vergonzantemente se escuda en un relato del pasado al que arteramente, el oficialismo desprovee de toda virtud. Aquel era un Estado que con sumas y restas, intervenía a favor de los trabajadores (CFK decía “esta no es una lucha de imparciales. Yo no soy neutral”) y este es un Estado que no puede hacer nada ante la falta de manteca (“Va a faltar manteca por la decisión empresaria de producir más queso que es más rentable y ahí no nos podemos meter”, afirmó Buryaile).
El rumbo general del país es una decisión política que le cabe asumir a quien la adopta y que no puede ser endosada a ningún otro.
En tan sólo siete meses, el macrismo operó una descomunal e inédita transferencia de ingresos al campo por la vía de la devaluación y la baja de retenciones, a las multinacionales por la liberación del control de cambios y remesas y el tarifazo y al sector financiero por el desmantelamiento de los mecanismos de arbitraje, el pago a los buitres y el nuevo y creciente endeudamiento en dólares. Eso no es el resultado de ninguna herencia. Eso es una decisión política que tarde o temprano no podrán tapar ni con el trabajo a destajo de los creativos de la Dirección del Discurso, ni con los restaurados servicios de inteligencia, ni con el cobijo de los grandes medios, ni con el desenfreno de los tribunales de Comodoro Py.
La Argentina está amenazada por un nuevo oscurantismo que hace equilibrio entre los duros efectos de una política económica excluyente y la necesidad de retener un nivel de adhesión social que le permitió a la derecha acceder al gobierno a través del voto popular por primera vez desde 1912. La persistencia en no asumir el debate sobre los rumbos posibles y disfrazar la realidad bajo una estrategia de comunicación ruinosa, que esconde las verdaderas intenciones, miente y estigmatiza la diferencia, nos expone a un riesgo creciente de intolerancia, odio y violencia, de consecuencias imprevisibles.
Fuente: http://pajarorojo.com.ar/?p=27079
El discurso oficial necesita sostenerse en el contrapunto con una ficción del pasado que inventó a tal efecto, con la complicidad y el poder de fuego simbólico de los medios hegemónicos.
Las frases del relato oficial se replican hasta el cansancio en las distintas tribunas mediáticas: “tuvimos que desactivar una bomba”, “nos dejaron un país devastado”, “se robaron todo”, etc. etc. Cada vez que se intenta iniciar un intercambio que dé cuenta del contenido de verdad de esas afirmaciones, se tropieza con un límite estricto al diálogo como posibilidad de esclarecimiento. Aunque los oponentes al relato oficialista asuman una posición que admita errores en las políticas pretéritas y varias asignaturas pendientes (dejemos de lado a los cruzados del “estaba todo bien”) el discurso oficialista no dialoga sobre la posibilidad del atesoramiento de una “verdad relativa” en el otro y, en consecuencia, cancela el debate. Curiosa paradoja en un gobierno que llegó al poder haciendo de su supuesta vocación por el diálogo una bandera y de su convicción de “cerrar la grieta” una promesa.
En esa lógica propagandística del oficialismo, los nombres propios se convierten en adjetivos (Venezuela, Cámpora, Justicia Legítima, 6,7,8) o se adjetiva con variaciones de una identidad política estigmatizada: periodismo-militante, artistas-K, intelectuales-K. Se trata de una operación brutal de vaciamiento del lenguaje, que tiende a desproveer de la posibilidad de pensar y que desde la “violencia del ello”, instaura un peligroso sendero de degradación de la convivencia.
En estos días, el Jefe de Gabinete Marcos Peña-Braun, dijo en el programa de la Mirtha Legrand que “o hacíamos el ajuste o nos convertíamos en Venezuela”. No explicó nada más. No hacía falta, porque el dispositivo narrativo del que se vale, pone el “mal” en el otro y eso es suficiente para justificar su posición. Toda penuria actual queda entonces en el lugar de la tormenta a atravesar para salir de la oscuridad. Días atrás lo dijo Macri en Córdoba “la verdad muchas veces es dura. Pasa en el seno familiar cuando descubrimos algo que estaba queriéndose tapar. Eso provoca dolor, pero siempre provoca crecimiento”. No explicó nada más. Tampoco hacía falta en la hermenéutica oficial de la animadversión.
Ese dispositivo comunicacional les ayudó a ganar las elecciones transfigurando sus objetivos reales en propuestas amigables y, desde que asumieron, licuar a través de él, los costos de los efectos reales de sus medidas de gobierno. Pero con el correr del tiempo, hace agua por las fisuras que se le abren en las dos trampas en las que se basa.
En primer lugar, la construcción antojadiza de un punto inicial de la historia que malversa los hechos e instaura una sola interpretación posible de los mismos. “Nos dejaron un déficit del 7 por ciento”, “estábamos aislados del mundo”, “la economía caía en picada hacia cuatro años”, “el empleo no creció”, “aumentó la pobreza en los últimos doce años”, “el país de desindustrializó”, “las economías regionales estaban quebradas”, “nos dejaron sin energía”, “tenemos que asumir la deuda con los jubilados que generó el kirchnerismo”, son sólo algunas de las frases que en estos días se escucharon en los muchos programas televisivos desde los cuales atizan la llama del odio.
Mentiras, que lisa y llanamente se encargan de desenmascarar las propias estadísticas oficiales del INDEC, o simples opiniones que demandarían una discusión sensata, inscripta en un proceso histórico de largo aliento, a la que eluden sistemáticamente.
En segundo lugar, amparado tras el pelotón comunicacional de fusilamiento del kirchnerismo, la obstinada negativa a esclarecer el rumbo de gobierno como una opción de política posible y no como un camino inevitable impuesto por el deber ser de las cosas. El “túnel” de Michetti, el “dolor del crecimiento” de Macri o la “Venezuela fantasmal” de Peña-Braun, no ilustran suficientemente sobre el rumbo elegido por el gobierno. Al menos no en la medida en que deberían dar cuenta de sus acciones como opciones políticas informadas que le permitan a la ciudadanía discernir. Y no lo hacen porque prefieren navegar las aguas de lo inconfesable prometiendo luces que no llegan ni llegarán nunca, al menos para la inmensa mayoría de la gente.
Los desequilibrios que existían en la economía, en la sociedad, en la política y en las instituciones en diciembre de 2015, eran el fruto posible de una visión de la historia y del desarrollo nacional, administrada con sus aciertos y con sus errores, que admitía debates, matices y correcciones. Lo que siguió es la asunción de un camino opuesto, que vergonzantemente se escuda en un relato del pasado al que arteramente, el oficialismo desprovee de toda virtud. Aquel era un Estado que con sumas y restas, intervenía a favor de los trabajadores (CFK decía “esta no es una lucha de imparciales. Yo no soy neutral”) y este es un Estado que no puede hacer nada ante la falta de manteca (“Va a faltar manteca por la decisión empresaria de producir más queso que es más rentable y ahí no nos podemos meter”, afirmó Buryaile).
El rumbo general del país es una decisión política que le cabe asumir a quien la adopta y que no puede ser endosada a ningún otro.
En tan sólo siete meses, el macrismo operó una descomunal e inédita transferencia de ingresos al campo por la vía de la devaluación y la baja de retenciones, a las multinacionales por la liberación del control de cambios y remesas y el tarifazo y al sector financiero por el desmantelamiento de los mecanismos de arbitraje, el pago a los buitres y el nuevo y creciente endeudamiento en dólares. Eso no es el resultado de ninguna herencia. Eso es una decisión política que tarde o temprano no podrán tapar ni con el trabajo a destajo de los creativos de la Dirección del Discurso, ni con los restaurados servicios de inteligencia, ni con el cobijo de los grandes medios, ni con el desenfreno de los tribunales de Comodoro Py.
La Argentina está amenazada por un nuevo oscurantismo que hace equilibrio entre los duros efectos de una política económica excluyente y la necesidad de retener un nivel de adhesión social que le permitió a la derecha acceder al gobierno a través del voto popular por primera vez desde 1912. La persistencia en no asumir el debate sobre los rumbos posibles y disfrazar la realidad bajo una estrategia de comunicación ruinosa, que esconde las verdaderas intenciones, miente y estigmatiza la diferencia, nos expone a un riesgo creciente de intolerancia, odio y violencia, de consecuencias imprevisibles.