Mensaje en una botella por Teodoro Boot
"Pero ¿por qué el discurso de la corrupción tiene como objetivos predilectos a los movimientos populares? La primera razón es que, por definición, los movimientos populares, además de tener ambiciones justicieras, son, en líneas generales, protagonizados por individuos y grupos ajenos a las oligarquías."
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JUEVES, 23 DE JUNIO DE 2016
Hoy el post lo hace Teodoro Boot:
Pues bien, satisfacer esa exigencia es, para mí, hoy imposible.
Hecha esta aclaración inicial, creo recordar que alguna vez Luis Salinas escribió una nota –larga y asombrosa como todas las suyas– que llevaba el título de este artículo o ensayo. No recuerdo de qué trataba, pero la sospecho de alguna manera relacionada –como tal vez pretenda estar esta– con la sentencia de Leopoldo Marechal: “El pueblo siempre recoge las botellas que se tiran al mar con mensajes de naufragio”.
Lo que mata es la ansiedad
Los cambios en los hábitos de lectura, debidos a los “apuros de la vida moderna”, la ansiedad que crean los monitores de las computadoras y –¡válgame Dios!– las pantallitas de los celulares, o acaso la pereza adquirida y cultivada, aconsejan escribir cortito y al pie, preferentemente con algún toque de escándalo, humor o sorpresa, cosa de sacudir un poco la modorra ajena.
No tengo gran dificultad para escribir corto y, a veces, hasta en forma entretenida, pero hay ocasiones, o temas, en que hasta tan modesta hazaña se vuelve demasiado ardua.
No faltará quien crea, dicho sea de paso, que uno escribe como quien defeca: una sentada, un cachito de fuerza y ya está. No es así, de ahí que el lector debería valorar los esfuerzos de tantos escritores y periodistas por acomodar un relato o media idea en espacios limitados, cuya extensión ha sido preestablecida.
Pero más allá de que –como se intentará mostrar– uno no es más que lo que hace, quien suscribe no es periodista, o no lo es al momento de escribir esto. Tampoco pretende ser un observador imparcial, ni un filósofo ni, mucho menos, un panelista televisivo. Quien firma estas líneas las escribe desde su adhesión político-cultural básica: el nacionalismo popular. Y según su modesta experiencia política y humana le indica, el único análisis que tiene alguna utilidad es el que nos permite comprender la razón de nuestros errores y corregir nuestras conductas, aunque no para ser más “buenos”, sino para tener éxito en nuestros propósitos.
Hechas estas aclaraciones y planteados de antemano los límites y alcances de lo que aquí se diga y se piense, el tema será –¡cómo no!– José López.
Ya van muchos años desde que uno se creía a salvo de un José López, pero parece que la felicidad nunca es ni completa ni definitiva.
Como sea, y no por ansias de originalidad sino de utilidad, vamos a pretender conservarnos fuera de las tentaciones a la justificación o, en su defecto, a la lamentación con que tanto nos abrumaron en los últimos días. Y capaz que hasta lo consigamos, si el lector tiene la suficiente paciencia –y culo de fierro– como para leer lo que sigue.
Corrupción divino tesoro
Puede decirse que, por lo menos desde los tiempos en que gobernaba Yrigoyen, la corrupción de los funcionarios públicos fue el principal argumento usado para desprestigiar a los procesos nacionales, desplazando el ángulo de mira de lo principal a lo secundario. En estos casos, lo principal es el sentido de las políticas, la dirección que se les imprima y a quiénes beneficien o perjudiquen, porque ya se sabe: más allá de los eslóganes publicitarios, distribuir es siempre sacarle a unos para darle a otros, y la pobreza cero sólo es posible en tanto también lo sea la riqueza cero. Cualquiera que sostenga otra cosa, miente descaradamente o se encuentra en avanzado estado de ebriedad.
Pero ¿por qué el discurso de la corrupción tiene como objetivos predilectos a los movimientos populares?
La primera razón es que, por definición, los movimientos populares, además de tener ambiciones justicieras, son, en líneas generales, protagonizados por individuos y grupos ajenos a las oligarquías. En una palabra, por pelagatos a los que, en cuanto echan buena, se les nota demasiado, razón por la que se los suele acusar, muchas veces con justicia, de enriquecimiento ilícito. Para la percepción general, el vecino de la vuelta no tiene derecho a pelechar, y si lo hace, fija que fue por robar. Pero para esa misma percepción los oligarcas, los ricos, los millonarios, tienen todo el derecho a seguir enriqueciéndose, del modo que sea, porque para eso son ricos.
Hay aquí un asunto de percepción, de mirada y de prejuicios –la base de lo que comúnmente se llama “cultura”–, contra la que los argumentos y explicaciones lógicas valen muy poco. Cuando un rico aumenta su fortuna, hizo las cosas bien y tuvo suerte. Cuando un pobre se hace rico, robó o es corrupto. Y no hay más nada que discutir.
Los perros de Lanata
La segunda razón por la que los movimientos nacionales y populares son tan frecuentemente acusados de corrupción es estratégica: a poco que cualquiera se detenga a mirar, libre de prejuicios y manipulaciones, verá que, por lo general, cuando los ricos aumentan su fortuna no lo hacen mediante el esfuerzo personal, físico si se quiere, como podrían hacerlo un camionero, un plomero o un comerciante, sino que lo consigue mediante dos métodos: el tradicional y “honesto”, la sofisticación capitalista del antiguo esclavismo que consiste en apropiarse del valor que produce el trabajo de sus empleados; y el picaresco: el robo de guante blanco, básicamente, la corrupción, de ambos lados del mostrador.
No es difícil darse cuenta de que los ricos son más corruptos y roban más que los pobres, porque pueden y saben cómo apoderarse de lo ajeno.
El maravilloso resultado de hacer siempre hincapié en la honestidad o falta de honestidad de unos y otros es que, siempre para la percepción general –lo que no es un detalle menor–, “todos los políticos son corruptos”, y todo termina siendo igual y nadie mejor, tal como reprocha el amargo y depresivo discurso del “Cambalache” de Discépolo.
Esta percepción es, justamente, lo máximo en materia cultural a que puede aspirar una oligarquía, que no necesita más que del ejercicio del poder para conservar el sistema en el que medra y hacer las cosas a su antojo. El pueblo, en cambio, necesita o bien de la violencia revolucionaria o bien de la política para hacer escuchar sus reclamos y plasmar su voluntad.
En tanto la violencia popular revolucionaria tiene que ser ejercida por aficionados contra profesionales que detentan el monopolio de ella, y la política se basa en el imperio del número, siendo los pobres mayoría el camino a elegir parece surgir con claridad.
Pero es entonces que, excluyendo las proscripciones de uso, aparecen los otros, los sutiles instrumentos de dominación, los que manipulan las mentes y la percepción, que nos llevan inevitablemente a desconfiar de todos y, en consecuencia, a descartar cualquier política justiciera por inviable, porque, finalmente, todo da igual, nadie es mejor y, ya se sabe, todos los políticos roban.
Conviene recordar el sentido y propósito de esos discursos moralistas, que arrecian cuando imperan las políticas populares o cuando se hace necesario distraer la atención. Un ejemplo: durante el menemato, mientras tenía lugar la mayor entrega del país al capitalismo financiero internacional desde los tiempos de Bernardino Rivadavia, el discurso anticorrupción del programa televisivo Día D animado por el trío Jorge Lanata- Marcelo Zlotogwiazda- Ernesto Tenembaum, se concentraba en exhibir los bienes inmuebles de los funcionarios. La pregunta, el chascarrillo de rigor estaba en boca de Lanata: “¿Tiene perro?”.
Cuando Domingo Cavallo y Carlos Melconián estatizaban –¡por segunda vez!– la deuda privada, y Cavallo y los bancos a quienes servían Federico Sturzenegger y Alfonso Prat Gay cobraban exorbitantes comisiones por el ruinoso megacanje de la deuda, Lanata insistía en preguntar si el subsecretario Mengano o el intendente Zutano tenían perro.
La anormalidad al poder
Entre los simpatizantes y activistas populares, la insistencia en la corrupción produce una reacción instintiva en los de cierta generación –rechazar de plano cualquier denuncia o revelación– y otra de sentido opuesto en los de menor edad o menor grado involucramiento: desazón y desconcierto.
Y si esto suele ser habitualmente así ante cualquier campaña mediática, adquiere otra densidad cuando esas campañas se construyen sobre una base demasiado obvia, como en el caso que en estos días –y seguramente por varias semanas– concentra y concentrará la atención mediática: los 9 millones de dólares en efectivo con que fue “sorprendido” quien fuera secretario de Obras Públicas de Néstor y Cristina Kirchner.
Que el “hallazgo” se produjera en momentos en que un oficialismo en acentuado proceso de descrédito tuviera necesidad de designar dos jueces para la Corte Suprema, aprobar las leyes de blanqueo de capitales malhabidos y de una nueva destrucción del sistema jubilatorio público, no es casualidad. Pero ¿qué importancia tiene que no sea casualidad?
¿Se tratará de una operación de inteligencia?
¿Y?
Abocarse a lamentar la perfidia del enemigo es una actividad masturbatoria –que, como suele suceder, proporciona escasa satisfacción– equivalente a quejarse de lo malvada que resulta la bruja de Hansel y Gretel.
Hasta los niños saben que para eso está la bruja: para ser mala. De otro modo ¿qué sentido tendría en la historia?
Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa
Muchos años atrás podía, con cierta lógica, sostenerse que la corrupción y los negocios eran subproductos, excrecencias de la acción política, hasta el advenimiento del gobierno de los Ceos –inaugurado, es preciso recordarlo, en el año 2007 en la ciudad de Buenos Aires–, cuando los términos se invirtieron y la política se convirtió en un subproducto, una excrescencia de la corrupción y los negocios. Hay, entre uno y otro fenómeno, una diferencia no de dimensión ni de generalidad, sino de naturaleza. Demostraciones palmarias de este cambio de naturaleza pueden encontrarse en la “política” del ministro de Energía, un accionista de la petrolera Shell que aumenta el precio de los combustibles un 30%, cuando –en sintonía con “entrar en el mundo” adoptando los precios internacionales– podría perfectamente reducirlos un 10 o un 20%, o la devaluación decidida por Mario Quintana en momentos en que tenía 11 millones de dólares invertidos en dólar a futuro. No se trata de medidas políticas o económicas gracias a las que algunos hacen negocios, sino de políticas decididas a partir de la conveniencia de los negocios, y aun en perjuicio de los intereses políticos del gobierno de que forman parte. Es que, en estos casos y para estas gentes, la política no existe: es apenas un instrumento de los negocios.
La corrupción tradicional, como daño colateral de la política, es cualitativamente distinta pero ¿no hay diferencias dentro de ella? ¿Es y ha sido siempre igual, en todos los casos y en todos los tiempos?
Estas preguntas parecerán ociosas a mucha gente, pero ocurre que no todos tenemos naturalizada la corrupción como consecuencia inevitable de la acción política. Por el contrario, siempre habrá quienes la repudien profundamente, y no por razones de moralina sino porque para una política popular resulta altamente contraindicada.
De ahí que justificarla o restarle significación provoque un efecto tan desconcertante
Un cacho de filosofía política
Si una sociedad descarta la violencia como método de resolución de los conflictos ideológicos y sociales, y no se resigna al hecho de ser gobernada por una casta militar o, en el peor de los casos, por el consejo de administración de una Sociedad Anónima, se debe entender a la acción política como un servicio público, una actividad imprescindible para el funcionamiento de la comunidad. La financiación de la actividad política se vuelve entonces un asunto de suficiente importancia como para no dejarlo librado a la buena de Dios ni al arbitrio de cualquier pelafustán. Por el contrario, debe ser regulada de modo de garantizar la mayor igualdad de oportunidades posible entre los partidos, lo que incluye, muy especialmente, la propaganda electoral.
Desde 1983 se fueron institucionalizando algunas tímidas medidas: la impresión de las boletas electorales es sufragada por el Estado; los partidos y alianzas reciben un monto en metálico por cada voto conseguido en las urnas; los fiscales son pagados con fondos públicos y todos los partidos disponen de igual espacio radiofónico y televisivo para publicitar sus propuestas electorales. Pero ni siquiera eso ha sido hecho con seriedad: en tanto no se prohíbe la publicidad partidaria por fuera de esos espacios, la proclamada igualdad en materia de difusión es apenas una quimera, cuando no un engaño.
La financiación de la actividad política sigue siendo un asunto pendiente pero, en lo que ahora nos ocupa, no garantizaría, de ningún modo la ausencia de corrupción y la desaparición de la práctica del cohecho. Haría falta, también, mayor número de controles y mucha mayor transparencia en las contrataciones públicas, exactamente lo contrario a lo que se ha venido haciendo en los últimos tiempos con el argumento de la emergencia y la ejecutividad.
¿Estaríamos así libres de cohechos y tráfico de influencias? Obviamente no. Pero tampoco el código penal impide los delitos; sólo complica su ejecución y vuelve punibles las transgresiones a la ley.
La financiación de la actividad política
Con el correr del siglo xx financiar la actividad política, en cualquiera de sus formas, fue volviéndose cada vez más dificultoso. Muy especialmente para las fuerzas populares, que sólo podían contar con los aportes individuales de sus militantes, las expropiaciones de los sectores revolucionarios en las décadas del 60 y 70 y con el de las organizaciones gremiales.
En lo que respecta al peronismo –que es lo que en estos momentos nos ocupa– para inicios de la restauración de la vida democrática, los tres modos de financiación habían entrado en crisis:
1. De por sí, la expropiación supone una acción y un método organizativo que pueden ser funcionales a una vía revolucionaria, pero resultan opuestos a los requeridos para el proselitismo y los comicios.
2. El aporte económico de los gremios provocaba una grave dependencia política, que resultó severamente condicionante en momentos en que los núcleos de la renovación empezaron a tener serias diferencias con la conducción partidaria, hegemonizada por los grandes sindicatos.
3. La importancia y significación de los aportes individuales de los militantes fue reduciéndose al mismo ritmo que durante la dictadura militar se reducía la capacidad adquisitiva del salario, hasta volverlo insignificante al momento de tener que pagar un alquiler o imprimir afiches o volantes. De hecho, sin que fueran necesarios sesudos estudios y análisis económicos, en las dificultades para pagar el alquiler de un local político y en la creciente cantidad de horas que demandaba a cada quien parar la olla, era evidente el nivel de empobrecimiento popular producido en apenas seis años por la dictadura militar.
Esta concurrencia de factores se vio agravada por la dificultad del peronismo para recurrir al aparato del Estado, en gran parte en manos de la UCR, pero un cuarto factor llegó en ayuda de las agrupaciones militantes, ya no sólo del peronismo sino también de otros partidos opositores con representación parlamentaria.
En esos primeros años post dictatoriales, los acuerdos y afinidades de los distintos partidos políticos se estrechaban toda vez que todos tenían un enemigo común, ahí nomás, al acecho: la amenaza de restauración militar. Y la cercanía dio sus frutos, entre otros, el de facilitar el funcionamiento de los diversos partidos políticos, para lo que el radicalismo puso a disposición su expertise –el know how, dicho sea para quienes se fastidian por las palabras difíciles– y el manejo de los espacios legislativos y estatales. Había nacido la era de los ñoquis.
Los malvados ñoquis
Antes de la existencia de medios de pago electrónico, los sueldos se cobraban en cheque o en efectivo, dependiendo del grado de negocios que ligaran a las autoridades de cada repartición con la trasportadora de caudales de Amadeo Juncadella. Pero ya fuera de una forma u otra, el interesado debía concurrir personalmente, en determinada fecha, al lugar de pago.
A diferencia de otras reparticiones, en las que los salarios se abonaban en el transcurso de los primeros cinco días del mes siguiente, en el caso del Concejo Deliberante porteño el día de pago se fijaba para fin del mes en curso, de ahí que en esos momentos se hicieran presentes en el señorial edificio de la calle Perú gran número de desconocidos, de personas a los que los trabajadores habituales veían ocasionalmente y sólo en esos últimos días del mes. Por analogía con la costumbre de celebrar los días 29 comiendo ñoquis, se los apodó con el nombre de la pasta.
En su origen, el ñoqui fue una suerte de modesto prestanombre que, generosamente o a cambio de un pequeño porcentaje, cobraba un salario por el que jamás había dado contraprestación alguna, y que era utilizado para afrontar parte del alquiler de un local político y dotarlo de una mínima caja de funcionamiento. En otros casos, se trataba de un militante político de tiempo completo que realizaba sus tareas en un partido, una agrupación, una organización social, un centro de estudios o un local partidario determinado.
En la ciudad de Buenos Aires y durante los primeros cuatro años en la provincia homónima, en tanto el radicalismo disponía del aparato estatal, una porción significativa de los ñoquis legislativos pertenecían al peronismo y a otros partidos de oposición, como el Intransigente, la UCD, la Democracia Cristiana o el socialismo, mientras que en los organismos estatales propiamente dichos, así como en las Universidades de Buenos Aires y La Plata, la proporción se invertía. La “convivencia democrática” permitía esta clase de acuerdos y alentaba otros, los económico-políticos, de mayor significación y por lo general de resultados mucho más nocivos.
Luego de 28 años de dictaduras militares, apenas interrumpidos en tres oportunidades por breves y difíciles interludios “democráticos”, la actividad política había deteriorado la calidad de vida y hasta las relaciones personales y familiares de los militantes de los distintos partidos populares, en general obligados a galguear, a ser despedidos de sus trabajos, a descuidar sus oficios o profesiones, a caer presos, cuando no a marchar al exilio. Era comprensible, entonces, que, en ausencia de una legislación específica, el Estado y las legislaturas fueran usados para el financiamiento de la actividad política y para ayudar a los ingresos de los militantes y activistas y, consecuentemente –y, en un principio, casi en forma imperceptible–, para el financiamiento y “reparación económica” de los propios dirigentes.
El centralismo porteño y la pobre comprensión que gran parte del periodismo tiene de la política y de historia nacionales, consagraron al Concejo Deliberante y a la existencia de ñoquis como símbolos de la corrupción, mientras, soterradamente, se estaba incubando otro monstruo que, salvo excepciones, pasó desapercibido hasta que fue tarde para matarlo.
El giro copernicano
Las palabras de Paul Bourget, quien sostenía imprescindible “vivir como se piensa, si no se acaba por pensar como se ha vivido”, no suelen ser tenidas en cuenta por nadie, en parte por omnipotencia y, mayormente, por hipocresía y comodidad, porque a veces se vuelve duro vivir como se piensa y resulta preferible que el tiempo nos haga entrar en razón. Pero ocurre que, finalmente, terminamos siendo lo que hacemos, más que lo que pensamos, queremos o hubiéramos querido ser.
Cuando la financiación ilegal de la actividad política ya había derivado en una de las vías de enriquecimiento de los dirigentes, el sistema estaba a punto de caramelo para la vuelta de tuerca que le imprimió Carlos Menem: la auténtica corrupción, un paso imprescindible hacia el actual gobierno de los CEOS, que consistió en volverse contra los principios básicos de la ideología política que se profesa.
Tal como él mismo explicó, Menem dio un giro copernicano al peronismo gracias al que este comenzó a ser y defender no algo diferente, sino exactamente lo contrario de lo que había sido y había defendido hasta el momento. Y la corrupción generalizada fue el lubricante que, además de facilitar un monumental travestismo político, permitió el empobrecimiento popular, la extranjerización de la economía y un fabuloso enriquecimiento empresario.
A partir de ese momento, perdido el sentido de la política, desaparecidos los objetivos que habían dado razón de ser al peronismo, violados sus principios más básicos, la apropiación del patrimonio público –del trabajo acumulado de generaciones de argentinos– dejó de ser un instrumento para la modesta financiación de la actividad política y –lateralmente– para el enriquecimiento de algunos dirigentes, para pasar a convertirse en el sentido último, en la razón de ser de toda acción política.
Alterados los objetivos, cambiaron los métodos y los conceptos: ya no se trató de organizar a la sociedad como condición básica de su libertad (“Sólo se tiraniza lo inorgánico”, clamaba Perón en el desierto) sino de organizar operaciones y construir aparatos, para lo que era preciso transformar a los militantes en “operadores”, a los activistas en empleados y acumular la mayor cantidad de bienes y dinero que fuera posible. ¿Por qué? Porque todo estaba en venta y sólo había que saber cómo y tener con qué comprarlo. Así, un voto en el Concejo Deliberante porteño llegó a valer 250 mil dólares, y el primer lugar en una lista de diputados marginal se cotizó en 400 mil. Ambos precios pagados gustosamente por los que recuperarían con creces la inversión apropiándose de parte del patrimonio público por medio de negocios con aquellos que están en condiciones de hacerlo: empresarios y financistas. De este modo, el peronismo en particular y el sistema político en general, originalmente concebidos como medios de defensa de los intereses populares, devinieron en dóciles instrumentos de los poderosos, de lo que el período de gobierno de Fernando De la Rúa puede ser considerado su ejemplo más patético.
Después del final
Tras el colapso final de 2001 y el fracaso del intento gradualista, y más conservador-popular que peronista, de Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner resolvió dar un nuevo “giro copernicano” al país, esta vez, en dirección opuesta a la de Menem. Y lo dio, aunque probablemente no en toda la dimensión que hubiera sido necesario.
Carece de importancia dilucidar si lo hizo por convencimiento o por necesidad (tontería que entretuvo durante bastante tiempo a unas cuantas personas) y resulta abstracto discutir si hubiera sido posible un corte más tajante con el periodo anterior que, en tanto había comenzado en septiembre de 1955, hubiera requerido tomar a la Constitución de 1949 –abrogada por decreto por los “libertadores”– como punto de partida de un proceso de reconstrucción nacional.
El punto central es que durante los doce años siguientes los objetivos declamados por las máximas autoridades nacionales fueron coincidentes con los principios primigenios del peronismo y, en forma notable, en armonía con los que animaron al amplio espectro político expresado originariamente por Raúl Alfonsín.
Así, los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner intentaron una política exterior independiente con énfasis en una alianza regional, y propiciaron el desarrollo industrial en base al mercado interno y a una mayor capacidad de consumo popular por medio de la distribución directa e indirecta del ingreso nacional. A la vez, consumando el proceso iniciado por Raúl Alfonsín, se reivindicaba la acción política como uno de los más significativos aportes de las personas al bien común y se reconciliaba a la sociedad argentina (y al peronismo, en particular, al que tanta falta le hacía) con el respeto a los derechos humanos.
Cuerpo a tierra
A raíz del lastimoso episodio que tuvo a José López como principal actor de reparto, no faltaron quienes preguntaran a los acólitos de Cristina si a partir de ese momento conseguían entender por qué habían perdido las elecciones. Se trata de una pregunta de una puerilidad asombrosa, en caso de formularse seriamente: la diferencia de votos fue tan exigua que resulta descabellado extraer del resultado cualquier clase de principio o conclusión, pero sí cabría preguntarse –cosa que tales aficionados se muestran renuentes a hacer– cómo fue que una política solidaria y popular pudo no haberse impuesto con amplitud sobre otra política, también en el plano declamativo, insolidaria e individualista... después de 12 años de “batalla cultural” y teniendo en sus manos el hipotético manejo de la estructura del Estado.
Las respuestas al paso y de ocasión pueden ser variadísimas, pero a tono con el sentido y propósito de este escrito, sería oportuno ir a un plano más profundo, que con un resto de pudor, vacilamos al momento de llamar “cultural”. Como sea, no se trató de un matiz anecdótico ni circunstancial, sino de que el cambio impulsado por Néstor y Cristina Kirchner no fue realmente un “giro copernicano” equivalente al de Carlos Menem: la base cultural sobre la que se produjeron ambos giros, se mantuvo intacta y constituyó, al fin de cuentas, la principal debilidad del nuevo periodo.
Lo que genéricamente se llama “menemismo” fue algo más que una orientación político-ideológica. Se trató de una suerte de vuelta atrás hacia los gloriosos tiempos de la oligarquía, de una forma de pensar y de actuar basada en –si se permite la paradoja– la convicción de que ya habían dejado de existir las convicciones y de que, en tanto todo consistía en distribuir espacios de poder y negocios y beneficios económicos, la política ya no era la búsqueda del bien común o la lucha por la preeminencia de una ideología, sino que se había reducido a la distribución de prebendas y beneficios, a la construcción de aparatos de poder y a la conformación de eficientes estructuras de operadores.
No obstante el giro impreso por Néstor y Cristina Kirchner al supuesto propósito final de la acción política, el sentido del poder permaneció inalterado y el método y mecanismo de la construcción política menemista siguieron intactos.
Para caer a tierra, porque alguna vez había que hacerlo, eso expresa el “caso López”, no por él en sí mismo, porque no se trata tan sólo de un acto de corrupción, ni cabe desmayarse de horror por el cohecho, las debilidades, los intereses, las mezquindades de una persona en particular, sino de preguntarse sobre su relación con un método de construcción que va más allá de la gestión gubernativa, que se extiende al modo de entender la política y su relación con la sociedad. Básicamente, de un método de acción, construcción y conducción que no comprende la íntima relación que liga a los fines con los medios.
Corresponde hacer hincapié en que cuando aquí se habla de una concepción y una metodología de conducción y construcción política, no se la cree privativa de un sector político. De ser ese el problema, no sería nada. Ocurre que se trata de una manifestación cultural de la sociedad argentina –acaso de la sociedad contemporánea, pero lo nuestro está acá–, que recorre en forma transversal a la generalidad de formaciones políticas y las organizaciones sociales, todas empecinadas en anteponer el “aparato” a la política.
Medios y fines
Los casos de corrupción son detalles circunstanciales –dolorosos, por cierto, para quienes han sacrificado sus mejores años en una lucha que por momentos parece irse por la cloaca de las canalladas–, pero finalmente secundarios, pequeños ejemplos de un problema más profundo que consiste en una concepción del mundo y del poder cuyas consecuencias se extienden más allá de José López y gentes parecidas.
La Secretaría de Obras Públicas era, al fin de cuentas, una de las tres patas en las que se asentaba una estrategia de acumulación, imprescindible, según cierta óptica, para no depender de los poderes económicos. Las otras dos patas fueron las secretarías de Transporte y de Energía, y cabe preguntarse, con toda lógica, cuántas de las dilaciones y deficiencias en esas áreas no se debieron a la preeminencia de esa concepción por sobre los objetivos nacionales y las necesidades populares. ¿A qué se debió, sino, la larga década perdida en materia de reconstrucción del sistema ferroviario? ¿Era necesario esperar diez años para comprender la importancia que la energía tiene para la soberanía nacional? Y, saliendo de esa esfera y tan sólo para dar un ejemplo que pueda resultar obvio a tantos colegas que parecen no ver la relación entre los fines y los actos, ¿cómo se explica, sino es en base a esa concepción del poder, de la conducción y de la construcción política, la estrategia comunicacional de los gobiernos kirchneristas y su lamentable –por decirlo suave y por lo bajo– política de medios? ¿Cuál era la razón cultural y conceptual que podía explicar la predilección gubernamental por conocidos crápulas empresarios por sobre los modestos medios de comunicación populares, en su gran mayoría dejados al garete, sin financiación, sin infraestructura y, tras trece años de gobierno, hasta sin licencias?
¿Es tan difícil ver la relación entre estas políticas y aquella concepción del poder de la que hablábamos? ¿O se piensa que todo no es más que casualidad? ¿Se hace necesario dar más ejemplos para mostrar lo que, muy deficientemente, se intenta aquí decir? ¿Habrá, acaso, que indagar en los métodos de construcción y elaboración política de las agrupaciones partidarias? ¿Cuál es la lógica y el sentido de una mirada que desde las cúspides del poder va hacia la base de sociedad? ¿No es acaso una política popular la que, de pie sobre la base social, interpela a quienes detentan el poder, sean quienes fueren, y no a la inversa?
Pero la pregunta en realidad debería ser ¿es posible que simpatizantes, activistas y militantes consigan empezar a pensar –o vuelvan a hacerlo– en serio? ¿O acaso se seguirá creyendo que la discusión y el análisis político consisten en emular las opiniones escandalizadas que se vierten en los talk shows televisivos de pretensiones periodísticas?
La discusión y el análisis político no consisten en quejarse de los enemigos ni en lamentarse de la incomprensión ajena, sino en observar la estrategia del enemigo y, más que nada y aunque a algunos les pese, en detenerse en los errores propios, con mesura, pero también con dureza y oportunidad, para poder corregirlos justamente cuando se está a tiempo de hacerlo.
Y en este plano, el análisis crítico del modo de pensar, de los puntos de partida y del sentido del pensamiento, resultan fundamentales. Por lo que decíamos antes: uno no es lo que declama, ni lo que pretende ni lo que cree ser; uno es apenas lo que hace. Y es preciso recordarlo siempre, en especial, cuando se está en la buena y todavía a tiempo.
Si esto no se ha hecho, o no se lo ha hecho bien –porque no es de buen empleado criticar a la patronal–, o no se ha sido escuchado, si en vez de corregir los errores se ha perseverado en ellos, nada de ello resta mérito a lo ocurrido en los últimos trece años.
Fueron, indudablemente, años extraordinarios y, a poco que uno se detenga un instante a observar las cosas con la debida perspectiva, sorprendentes, de los que es posible que no se vaya a conservar mucho en la realidad, aunque sí que se mantengan vivos en la memoria y subjetividad populares, tal como ha ocurrido anteriormente. Y si lo primero habla de la falta de profundidad de los cambios producidos, en muchos casos más chamuyados que estructurales, lo segundo revelaría lo novedosa que siempre resulta la existencia de un gobierno que, más allá de sus errores y deficiencias, haya estado a favor y no en contra de las mayorías populares. Se puede afirmar, sin temor a errarle mucho, que esta cualidad será valorada en los próximos tiempos en proporción directa al desarrollo de la obra de demolición de las actuales autoridades, coincidente con su cada vez más desembozado desprecio por la inteligencia y la sensibilidad populares.
En todo caso –y en coincidencia con los 30 años de su muerte–, podremos asegurar con Jorge Luis Borges que, al fin de cuentas, “los únicos paraísos no vedados al hombre son los paraísos perdidos”.
PUBLICADO POR NÉSTOR SBARIGGI EN 7:42
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JUEVES, 23 DE JUNIO DE 2016
Hoy el post lo hace Teodoro Boot:
Mensaje en una botella
A manera de inútil prefacio o pedido de disculpas, el autor, que se educó en la lectura de ensayos, no tiene más que añorar esas casi lejanas épocas en que se tenía tiempo disponible como para leer más de cuatro mil caracteres.Pues bien, satisfacer esa exigencia es, para mí, hoy imposible.
Hecha esta aclaración inicial, creo recordar que alguna vez Luis Salinas escribió una nota –larga y asombrosa como todas las suyas– que llevaba el título de este artículo o ensayo. No recuerdo de qué trataba, pero la sospecho de alguna manera relacionada –como tal vez pretenda estar esta– con la sentencia de Leopoldo Marechal: “El pueblo siempre recoge las botellas que se tiran al mar con mensajes de naufragio”.
Lo que mata es la ansiedad
Los cambios en los hábitos de lectura, debidos a los “apuros de la vida moderna”, la ansiedad que crean los monitores de las computadoras y –¡válgame Dios!– las pantallitas de los celulares, o acaso la pereza adquirida y cultivada, aconsejan escribir cortito y al pie, preferentemente con algún toque de escándalo, humor o sorpresa, cosa de sacudir un poco la modorra ajena.
No tengo gran dificultad para escribir corto y, a veces, hasta en forma entretenida, pero hay ocasiones, o temas, en que hasta tan modesta hazaña se vuelve demasiado ardua.
No faltará quien crea, dicho sea de paso, que uno escribe como quien defeca: una sentada, un cachito de fuerza y ya está. No es así, de ahí que el lector debería valorar los esfuerzos de tantos escritores y periodistas por acomodar un relato o media idea en espacios limitados, cuya extensión ha sido preestablecida.
Pero más allá de que –como se intentará mostrar– uno no es más que lo que hace, quien suscribe no es periodista, o no lo es al momento de escribir esto. Tampoco pretende ser un observador imparcial, ni un filósofo ni, mucho menos, un panelista televisivo. Quien firma estas líneas las escribe desde su adhesión político-cultural básica: el nacionalismo popular. Y según su modesta experiencia política y humana le indica, el único análisis que tiene alguna utilidad es el que nos permite comprender la razón de nuestros errores y corregir nuestras conductas, aunque no para ser más “buenos”, sino para tener éxito en nuestros propósitos.
Hechas estas aclaraciones y planteados de antemano los límites y alcances de lo que aquí se diga y se piense, el tema será –¡cómo no!– José López.
Ya van muchos años desde que uno se creía a salvo de un José López, pero parece que la felicidad nunca es ni completa ni definitiva.
Como sea, y no por ansias de originalidad sino de utilidad, vamos a pretender conservarnos fuera de las tentaciones a la justificación o, en su defecto, a la lamentación con que tanto nos abrumaron en los últimos días. Y capaz que hasta lo consigamos, si el lector tiene la suficiente paciencia –y culo de fierro– como para leer lo que sigue.
Corrupción divino tesoro
Puede decirse que, por lo menos desde los tiempos en que gobernaba Yrigoyen, la corrupción de los funcionarios públicos fue el principal argumento usado para desprestigiar a los procesos nacionales, desplazando el ángulo de mira de lo principal a lo secundario. En estos casos, lo principal es el sentido de las políticas, la dirección que se les imprima y a quiénes beneficien o perjudiquen, porque ya se sabe: más allá de los eslóganes publicitarios, distribuir es siempre sacarle a unos para darle a otros, y la pobreza cero sólo es posible en tanto también lo sea la riqueza cero. Cualquiera que sostenga otra cosa, miente descaradamente o se encuentra en avanzado estado de ebriedad.
Pero ¿por qué el discurso de la corrupción tiene como objetivos predilectos a los movimientos populares?
La primera razón es que, por definición, los movimientos populares, además de tener ambiciones justicieras, son, en líneas generales, protagonizados por individuos y grupos ajenos a las oligarquías. En una palabra, por pelagatos a los que, en cuanto echan buena, se les nota demasiado, razón por la que se los suele acusar, muchas veces con justicia, de enriquecimiento ilícito. Para la percepción general, el vecino de la vuelta no tiene derecho a pelechar, y si lo hace, fija que fue por robar. Pero para esa misma percepción los oligarcas, los ricos, los millonarios, tienen todo el derecho a seguir enriqueciéndose, del modo que sea, porque para eso son ricos.
Hay aquí un asunto de percepción, de mirada y de prejuicios –la base de lo que comúnmente se llama “cultura”–, contra la que los argumentos y explicaciones lógicas valen muy poco. Cuando un rico aumenta su fortuna, hizo las cosas bien y tuvo suerte. Cuando un pobre se hace rico, robó o es corrupto. Y no hay más nada que discutir.
Los perros de Lanata
La segunda razón por la que los movimientos nacionales y populares son tan frecuentemente acusados de corrupción es estratégica: a poco que cualquiera se detenga a mirar, libre de prejuicios y manipulaciones, verá que, por lo general, cuando los ricos aumentan su fortuna no lo hacen mediante el esfuerzo personal, físico si se quiere, como podrían hacerlo un camionero, un plomero o un comerciante, sino que lo consigue mediante dos métodos: el tradicional y “honesto”, la sofisticación capitalista del antiguo esclavismo que consiste en apropiarse del valor que produce el trabajo de sus empleados; y el picaresco: el robo de guante blanco, básicamente, la corrupción, de ambos lados del mostrador.
No es difícil darse cuenta de que los ricos son más corruptos y roban más que los pobres, porque pueden y saben cómo apoderarse de lo ajeno.
El maravilloso resultado de hacer siempre hincapié en la honestidad o falta de honestidad de unos y otros es que, siempre para la percepción general –lo que no es un detalle menor–, “todos los políticos son corruptos”, y todo termina siendo igual y nadie mejor, tal como reprocha el amargo y depresivo discurso del “Cambalache” de Discépolo.
Esta percepción es, justamente, lo máximo en materia cultural a que puede aspirar una oligarquía, que no necesita más que del ejercicio del poder para conservar el sistema en el que medra y hacer las cosas a su antojo. El pueblo, en cambio, necesita o bien de la violencia revolucionaria o bien de la política para hacer escuchar sus reclamos y plasmar su voluntad.
En tanto la violencia popular revolucionaria tiene que ser ejercida por aficionados contra profesionales que detentan el monopolio de ella, y la política se basa en el imperio del número, siendo los pobres mayoría el camino a elegir parece surgir con claridad.
Pero es entonces que, excluyendo las proscripciones de uso, aparecen los otros, los sutiles instrumentos de dominación, los que manipulan las mentes y la percepción, que nos llevan inevitablemente a desconfiar de todos y, en consecuencia, a descartar cualquier política justiciera por inviable, porque, finalmente, todo da igual, nadie es mejor y, ya se sabe, todos los políticos roban.
Conviene recordar el sentido y propósito de esos discursos moralistas, que arrecian cuando imperan las políticas populares o cuando se hace necesario distraer la atención. Un ejemplo: durante el menemato, mientras tenía lugar la mayor entrega del país al capitalismo financiero internacional desde los tiempos de Bernardino Rivadavia, el discurso anticorrupción del programa televisivo Día D animado por el trío Jorge Lanata- Marcelo Zlotogwiazda- Ernesto Tenembaum, se concentraba en exhibir los bienes inmuebles de los funcionarios. La pregunta, el chascarrillo de rigor estaba en boca de Lanata: “¿Tiene perro?”.
Cuando Domingo Cavallo y Carlos Melconián estatizaban –¡por segunda vez!– la deuda privada, y Cavallo y los bancos a quienes servían Federico Sturzenegger y Alfonso Prat Gay cobraban exorbitantes comisiones por el ruinoso megacanje de la deuda, Lanata insistía en preguntar si el subsecretario Mengano o el intendente Zutano tenían perro.
La anormalidad al poder
Entre los simpatizantes y activistas populares, la insistencia en la corrupción produce una reacción instintiva en los de cierta generación –rechazar de plano cualquier denuncia o revelación– y otra de sentido opuesto en los de menor edad o menor grado involucramiento: desazón y desconcierto.
Y si esto suele ser habitualmente así ante cualquier campaña mediática, adquiere otra densidad cuando esas campañas se construyen sobre una base demasiado obvia, como en el caso que en estos días –y seguramente por varias semanas– concentra y concentrará la atención mediática: los 9 millones de dólares en efectivo con que fue “sorprendido” quien fuera secretario de Obras Públicas de Néstor y Cristina Kirchner.
Que el “hallazgo” se produjera en momentos en que un oficialismo en acentuado proceso de descrédito tuviera necesidad de designar dos jueces para la Corte Suprema, aprobar las leyes de blanqueo de capitales malhabidos y de una nueva destrucción del sistema jubilatorio público, no es casualidad. Pero ¿qué importancia tiene que no sea casualidad?
¿Se tratará de una operación de inteligencia?
¿Y?
Abocarse a lamentar la perfidia del enemigo es una actividad masturbatoria –que, como suele suceder, proporciona escasa satisfacción– equivalente a quejarse de lo malvada que resulta la bruja de Hansel y Gretel.
Hasta los niños saben que para eso está la bruja: para ser mala. De otro modo ¿qué sentido tendría en la historia?
Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa
Muchos años atrás podía, con cierta lógica, sostenerse que la corrupción y los negocios eran subproductos, excrecencias de la acción política, hasta el advenimiento del gobierno de los Ceos –inaugurado, es preciso recordarlo, en el año 2007 en la ciudad de Buenos Aires–, cuando los términos se invirtieron y la política se convirtió en un subproducto, una excrescencia de la corrupción y los negocios. Hay, entre uno y otro fenómeno, una diferencia no de dimensión ni de generalidad, sino de naturaleza. Demostraciones palmarias de este cambio de naturaleza pueden encontrarse en la “política” del ministro de Energía, un accionista de la petrolera Shell que aumenta el precio de los combustibles un 30%, cuando –en sintonía con “entrar en el mundo” adoptando los precios internacionales– podría perfectamente reducirlos un 10 o un 20%, o la devaluación decidida por Mario Quintana en momentos en que tenía 11 millones de dólares invertidos en dólar a futuro. No se trata de medidas políticas o económicas gracias a las que algunos hacen negocios, sino de políticas decididas a partir de la conveniencia de los negocios, y aun en perjuicio de los intereses políticos del gobierno de que forman parte. Es que, en estos casos y para estas gentes, la política no existe: es apenas un instrumento de los negocios.
La corrupción tradicional, como daño colateral de la política, es cualitativamente distinta pero ¿no hay diferencias dentro de ella? ¿Es y ha sido siempre igual, en todos los casos y en todos los tiempos?
Estas preguntas parecerán ociosas a mucha gente, pero ocurre que no todos tenemos naturalizada la corrupción como consecuencia inevitable de la acción política. Por el contrario, siempre habrá quienes la repudien profundamente, y no por razones de moralina sino porque para una política popular resulta altamente contraindicada.
De ahí que justificarla o restarle significación provoque un efecto tan desconcertante
Un cacho de filosofía política
Si una sociedad descarta la violencia como método de resolución de los conflictos ideológicos y sociales, y no se resigna al hecho de ser gobernada por una casta militar o, en el peor de los casos, por el consejo de administración de una Sociedad Anónima, se debe entender a la acción política como un servicio público, una actividad imprescindible para el funcionamiento de la comunidad. La financiación de la actividad política se vuelve entonces un asunto de suficiente importancia como para no dejarlo librado a la buena de Dios ni al arbitrio de cualquier pelafustán. Por el contrario, debe ser regulada de modo de garantizar la mayor igualdad de oportunidades posible entre los partidos, lo que incluye, muy especialmente, la propaganda electoral.
Desde 1983 se fueron institucionalizando algunas tímidas medidas: la impresión de las boletas electorales es sufragada por el Estado; los partidos y alianzas reciben un monto en metálico por cada voto conseguido en las urnas; los fiscales son pagados con fondos públicos y todos los partidos disponen de igual espacio radiofónico y televisivo para publicitar sus propuestas electorales. Pero ni siquiera eso ha sido hecho con seriedad: en tanto no se prohíbe la publicidad partidaria por fuera de esos espacios, la proclamada igualdad en materia de difusión es apenas una quimera, cuando no un engaño.
La financiación de la actividad política sigue siendo un asunto pendiente pero, en lo que ahora nos ocupa, no garantizaría, de ningún modo la ausencia de corrupción y la desaparición de la práctica del cohecho. Haría falta, también, mayor número de controles y mucha mayor transparencia en las contrataciones públicas, exactamente lo contrario a lo que se ha venido haciendo en los últimos tiempos con el argumento de la emergencia y la ejecutividad.
¿Estaríamos así libres de cohechos y tráfico de influencias? Obviamente no. Pero tampoco el código penal impide los delitos; sólo complica su ejecución y vuelve punibles las transgresiones a la ley.
La financiación de la actividad política
Con el correr del siglo xx financiar la actividad política, en cualquiera de sus formas, fue volviéndose cada vez más dificultoso. Muy especialmente para las fuerzas populares, que sólo podían contar con los aportes individuales de sus militantes, las expropiaciones de los sectores revolucionarios en las décadas del 60 y 70 y con el de las organizaciones gremiales.
En lo que respecta al peronismo –que es lo que en estos momentos nos ocupa– para inicios de la restauración de la vida democrática, los tres modos de financiación habían entrado en crisis:
1. De por sí, la expropiación supone una acción y un método organizativo que pueden ser funcionales a una vía revolucionaria, pero resultan opuestos a los requeridos para el proselitismo y los comicios.
2. El aporte económico de los gremios provocaba una grave dependencia política, que resultó severamente condicionante en momentos en que los núcleos de la renovación empezaron a tener serias diferencias con la conducción partidaria, hegemonizada por los grandes sindicatos.
3. La importancia y significación de los aportes individuales de los militantes fue reduciéndose al mismo ritmo que durante la dictadura militar se reducía la capacidad adquisitiva del salario, hasta volverlo insignificante al momento de tener que pagar un alquiler o imprimir afiches o volantes. De hecho, sin que fueran necesarios sesudos estudios y análisis económicos, en las dificultades para pagar el alquiler de un local político y en la creciente cantidad de horas que demandaba a cada quien parar la olla, era evidente el nivel de empobrecimiento popular producido en apenas seis años por la dictadura militar.
Esta concurrencia de factores se vio agravada por la dificultad del peronismo para recurrir al aparato del Estado, en gran parte en manos de la UCR, pero un cuarto factor llegó en ayuda de las agrupaciones militantes, ya no sólo del peronismo sino también de otros partidos opositores con representación parlamentaria.
En esos primeros años post dictatoriales, los acuerdos y afinidades de los distintos partidos políticos se estrechaban toda vez que todos tenían un enemigo común, ahí nomás, al acecho: la amenaza de restauración militar. Y la cercanía dio sus frutos, entre otros, el de facilitar el funcionamiento de los diversos partidos políticos, para lo que el radicalismo puso a disposición su expertise –el know how, dicho sea para quienes se fastidian por las palabras difíciles– y el manejo de los espacios legislativos y estatales. Había nacido la era de los ñoquis.
Los malvados ñoquis
Antes de la existencia de medios de pago electrónico, los sueldos se cobraban en cheque o en efectivo, dependiendo del grado de negocios que ligaran a las autoridades de cada repartición con la trasportadora de caudales de Amadeo Juncadella. Pero ya fuera de una forma u otra, el interesado debía concurrir personalmente, en determinada fecha, al lugar de pago.
A diferencia de otras reparticiones, en las que los salarios se abonaban en el transcurso de los primeros cinco días del mes siguiente, en el caso del Concejo Deliberante porteño el día de pago se fijaba para fin del mes en curso, de ahí que en esos momentos se hicieran presentes en el señorial edificio de la calle Perú gran número de desconocidos, de personas a los que los trabajadores habituales veían ocasionalmente y sólo en esos últimos días del mes. Por analogía con la costumbre de celebrar los días 29 comiendo ñoquis, se los apodó con el nombre de la pasta.
En su origen, el ñoqui fue una suerte de modesto prestanombre que, generosamente o a cambio de un pequeño porcentaje, cobraba un salario por el que jamás había dado contraprestación alguna, y que era utilizado para afrontar parte del alquiler de un local político y dotarlo de una mínima caja de funcionamiento. En otros casos, se trataba de un militante político de tiempo completo que realizaba sus tareas en un partido, una agrupación, una organización social, un centro de estudios o un local partidario determinado.
En la ciudad de Buenos Aires y durante los primeros cuatro años en la provincia homónima, en tanto el radicalismo disponía del aparato estatal, una porción significativa de los ñoquis legislativos pertenecían al peronismo y a otros partidos de oposición, como el Intransigente, la UCD, la Democracia Cristiana o el socialismo, mientras que en los organismos estatales propiamente dichos, así como en las Universidades de Buenos Aires y La Plata, la proporción se invertía. La “convivencia democrática” permitía esta clase de acuerdos y alentaba otros, los económico-políticos, de mayor significación y por lo general de resultados mucho más nocivos.
Luego de 28 años de dictaduras militares, apenas interrumpidos en tres oportunidades por breves y difíciles interludios “democráticos”, la actividad política había deteriorado la calidad de vida y hasta las relaciones personales y familiares de los militantes de los distintos partidos populares, en general obligados a galguear, a ser despedidos de sus trabajos, a descuidar sus oficios o profesiones, a caer presos, cuando no a marchar al exilio. Era comprensible, entonces, que, en ausencia de una legislación específica, el Estado y las legislaturas fueran usados para el financiamiento de la actividad política y para ayudar a los ingresos de los militantes y activistas y, consecuentemente –y, en un principio, casi en forma imperceptible–, para el financiamiento y “reparación económica” de los propios dirigentes.
El centralismo porteño y la pobre comprensión que gran parte del periodismo tiene de la política y de historia nacionales, consagraron al Concejo Deliberante y a la existencia de ñoquis como símbolos de la corrupción, mientras, soterradamente, se estaba incubando otro monstruo que, salvo excepciones, pasó desapercibido hasta que fue tarde para matarlo.
El giro copernicano
Las palabras de Paul Bourget, quien sostenía imprescindible “vivir como se piensa, si no se acaba por pensar como se ha vivido”, no suelen ser tenidas en cuenta por nadie, en parte por omnipotencia y, mayormente, por hipocresía y comodidad, porque a veces se vuelve duro vivir como se piensa y resulta preferible que el tiempo nos haga entrar en razón. Pero ocurre que, finalmente, terminamos siendo lo que hacemos, más que lo que pensamos, queremos o hubiéramos querido ser.
Cuando la financiación ilegal de la actividad política ya había derivado en una de las vías de enriquecimiento de los dirigentes, el sistema estaba a punto de caramelo para la vuelta de tuerca que le imprimió Carlos Menem: la auténtica corrupción, un paso imprescindible hacia el actual gobierno de los CEOS, que consistió en volverse contra los principios básicos de la ideología política que se profesa.
Tal como él mismo explicó, Menem dio un giro copernicano al peronismo gracias al que este comenzó a ser y defender no algo diferente, sino exactamente lo contrario de lo que había sido y había defendido hasta el momento. Y la corrupción generalizada fue el lubricante que, además de facilitar un monumental travestismo político, permitió el empobrecimiento popular, la extranjerización de la economía y un fabuloso enriquecimiento empresario.
A partir de ese momento, perdido el sentido de la política, desaparecidos los objetivos que habían dado razón de ser al peronismo, violados sus principios más básicos, la apropiación del patrimonio público –del trabajo acumulado de generaciones de argentinos– dejó de ser un instrumento para la modesta financiación de la actividad política y –lateralmente– para el enriquecimiento de algunos dirigentes, para pasar a convertirse en el sentido último, en la razón de ser de toda acción política.
Alterados los objetivos, cambiaron los métodos y los conceptos: ya no se trató de organizar a la sociedad como condición básica de su libertad (“Sólo se tiraniza lo inorgánico”, clamaba Perón en el desierto) sino de organizar operaciones y construir aparatos, para lo que era preciso transformar a los militantes en “operadores”, a los activistas en empleados y acumular la mayor cantidad de bienes y dinero que fuera posible. ¿Por qué? Porque todo estaba en venta y sólo había que saber cómo y tener con qué comprarlo. Así, un voto en el Concejo Deliberante porteño llegó a valer 250 mil dólares, y el primer lugar en una lista de diputados marginal se cotizó en 400 mil. Ambos precios pagados gustosamente por los que recuperarían con creces la inversión apropiándose de parte del patrimonio público por medio de negocios con aquellos que están en condiciones de hacerlo: empresarios y financistas. De este modo, el peronismo en particular y el sistema político en general, originalmente concebidos como medios de defensa de los intereses populares, devinieron en dóciles instrumentos de los poderosos, de lo que el período de gobierno de Fernando De la Rúa puede ser considerado su ejemplo más patético.
Después del final
Tras el colapso final de 2001 y el fracaso del intento gradualista, y más conservador-popular que peronista, de Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner resolvió dar un nuevo “giro copernicano” al país, esta vez, en dirección opuesta a la de Menem. Y lo dio, aunque probablemente no en toda la dimensión que hubiera sido necesario.
Carece de importancia dilucidar si lo hizo por convencimiento o por necesidad (tontería que entretuvo durante bastante tiempo a unas cuantas personas) y resulta abstracto discutir si hubiera sido posible un corte más tajante con el periodo anterior que, en tanto había comenzado en septiembre de 1955, hubiera requerido tomar a la Constitución de 1949 –abrogada por decreto por los “libertadores”– como punto de partida de un proceso de reconstrucción nacional.
El punto central es que durante los doce años siguientes los objetivos declamados por las máximas autoridades nacionales fueron coincidentes con los principios primigenios del peronismo y, en forma notable, en armonía con los que animaron al amplio espectro político expresado originariamente por Raúl Alfonsín.
Así, los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner intentaron una política exterior independiente con énfasis en una alianza regional, y propiciaron el desarrollo industrial en base al mercado interno y a una mayor capacidad de consumo popular por medio de la distribución directa e indirecta del ingreso nacional. A la vez, consumando el proceso iniciado por Raúl Alfonsín, se reivindicaba la acción política como uno de los más significativos aportes de las personas al bien común y se reconciliaba a la sociedad argentina (y al peronismo, en particular, al que tanta falta le hacía) con el respeto a los derechos humanos.
Cuerpo a tierra
A raíz del lastimoso episodio que tuvo a José López como principal actor de reparto, no faltaron quienes preguntaran a los acólitos de Cristina si a partir de ese momento conseguían entender por qué habían perdido las elecciones. Se trata de una pregunta de una puerilidad asombrosa, en caso de formularse seriamente: la diferencia de votos fue tan exigua que resulta descabellado extraer del resultado cualquier clase de principio o conclusión, pero sí cabría preguntarse –cosa que tales aficionados se muestran renuentes a hacer– cómo fue que una política solidaria y popular pudo no haberse impuesto con amplitud sobre otra política, también en el plano declamativo, insolidaria e individualista... después de 12 años de “batalla cultural” y teniendo en sus manos el hipotético manejo de la estructura del Estado.
Las respuestas al paso y de ocasión pueden ser variadísimas, pero a tono con el sentido y propósito de este escrito, sería oportuno ir a un plano más profundo, que con un resto de pudor, vacilamos al momento de llamar “cultural”. Como sea, no se trató de un matiz anecdótico ni circunstancial, sino de que el cambio impulsado por Néstor y Cristina Kirchner no fue realmente un “giro copernicano” equivalente al de Carlos Menem: la base cultural sobre la que se produjeron ambos giros, se mantuvo intacta y constituyó, al fin de cuentas, la principal debilidad del nuevo periodo.
Lo que genéricamente se llama “menemismo” fue algo más que una orientación político-ideológica. Se trató de una suerte de vuelta atrás hacia los gloriosos tiempos de la oligarquía, de una forma de pensar y de actuar basada en –si se permite la paradoja– la convicción de que ya habían dejado de existir las convicciones y de que, en tanto todo consistía en distribuir espacios de poder y negocios y beneficios económicos, la política ya no era la búsqueda del bien común o la lucha por la preeminencia de una ideología, sino que se había reducido a la distribución de prebendas y beneficios, a la construcción de aparatos de poder y a la conformación de eficientes estructuras de operadores.
No obstante el giro impreso por Néstor y Cristina Kirchner al supuesto propósito final de la acción política, el sentido del poder permaneció inalterado y el método y mecanismo de la construcción política menemista siguieron intactos.
Para caer a tierra, porque alguna vez había que hacerlo, eso expresa el “caso López”, no por él en sí mismo, porque no se trata tan sólo de un acto de corrupción, ni cabe desmayarse de horror por el cohecho, las debilidades, los intereses, las mezquindades de una persona en particular, sino de preguntarse sobre su relación con un método de construcción que va más allá de la gestión gubernativa, que se extiende al modo de entender la política y su relación con la sociedad. Básicamente, de un método de acción, construcción y conducción que no comprende la íntima relación que liga a los fines con los medios.
Corresponde hacer hincapié en que cuando aquí se habla de una concepción y una metodología de conducción y construcción política, no se la cree privativa de un sector político. De ser ese el problema, no sería nada. Ocurre que se trata de una manifestación cultural de la sociedad argentina –acaso de la sociedad contemporánea, pero lo nuestro está acá–, que recorre en forma transversal a la generalidad de formaciones políticas y las organizaciones sociales, todas empecinadas en anteponer el “aparato” a la política.
Medios y fines
Los casos de corrupción son detalles circunstanciales –dolorosos, por cierto, para quienes han sacrificado sus mejores años en una lucha que por momentos parece irse por la cloaca de las canalladas–, pero finalmente secundarios, pequeños ejemplos de un problema más profundo que consiste en una concepción del mundo y del poder cuyas consecuencias se extienden más allá de José López y gentes parecidas.
La Secretaría de Obras Públicas era, al fin de cuentas, una de las tres patas en las que se asentaba una estrategia de acumulación, imprescindible, según cierta óptica, para no depender de los poderes económicos. Las otras dos patas fueron las secretarías de Transporte y de Energía, y cabe preguntarse, con toda lógica, cuántas de las dilaciones y deficiencias en esas áreas no se debieron a la preeminencia de esa concepción por sobre los objetivos nacionales y las necesidades populares. ¿A qué se debió, sino, la larga década perdida en materia de reconstrucción del sistema ferroviario? ¿Era necesario esperar diez años para comprender la importancia que la energía tiene para la soberanía nacional? Y, saliendo de esa esfera y tan sólo para dar un ejemplo que pueda resultar obvio a tantos colegas que parecen no ver la relación entre los fines y los actos, ¿cómo se explica, sino es en base a esa concepción del poder, de la conducción y de la construcción política, la estrategia comunicacional de los gobiernos kirchneristas y su lamentable –por decirlo suave y por lo bajo– política de medios? ¿Cuál era la razón cultural y conceptual que podía explicar la predilección gubernamental por conocidos crápulas empresarios por sobre los modestos medios de comunicación populares, en su gran mayoría dejados al garete, sin financiación, sin infraestructura y, tras trece años de gobierno, hasta sin licencias?
¿Es tan difícil ver la relación entre estas políticas y aquella concepción del poder de la que hablábamos? ¿O se piensa que todo no es más que casualidad? ¿Se hace necesario dar más ejemplos para mostrar lo que, muy deficientemente, se intenta aquí decir? ¿Habrá, acaso, que indagar en los métodos de construcción y elaboración política de las agrupaciones partidarias? ¿Cuál es la lógica y el sentido de una mirada que desde las cúspides del poder va hacia la base de sociedad? ¿No es acaso una política popular la que, de pie sobre la base social, interpela a quienes detentan el poder, sean quienes fueren, y no a la inversa?
Pero la pregunta en realidad debería ser ¿es posible que simpatizantes, activistas y militantes consigan empezar a pensar –o vuelvan a hacerlo– en serio? ¿O acaso se seguirá creyendo que la discusión y el análisis político consisten en emular las opiniones escandalizadas que se vierten en los talk shows televisivos de pretensiones periodísticas?
La discusión y el análisis político no consisten en quejarse de los enemigos ni en lamentarse de la incomprensión ajena, sino en observar la estrategia del enemigo y, más que nada y aunque a algunos les pese, en detenerse en los errores propios, con mesura, pero también con dureza y oportunidad, para poder corregirlos justamente cuando se está a tiempo de hacerlo.
Y en este plano, el análisis crítico del modo de pensar, de los puntos de partida y del sentido del pensamiento, resultan fundamentales. Por lo que decíamos antes: uno no es lo que declama, ni lo que pretende ni lo que cree ser; uno es apenas lo que hace. Y es preciso recordarlo siempre, en especial, cuando se está en la buena y todavía a tiempo.
Si esto no se ha hecho, o no se lo ha hecho bien –porque no es de buen empleado criticar a la patronal–, o no se ha sido escuchado, si en vez de corregir los errores se ha perseverado en ellos, nada de ello resta mérito a lo ocurrido en los últimos trece años.
Fueron, indudablemente, años extraordinarios y, a poco que uno se detenga un instante a observar las cosas con la debida perspectiva, sorprendentes, de los que es posible que no se vaya a conservar mucho en la realidad, aunque sí que se mantengan vivos en la memoria y subjetividad populares, tal como ha ocurrido anteriormente. Y si lo primero habla de la falta de profundidad de los cambios producidos, en muchos casos más chamuyados que estructurales, lo segundo revelaría lo novedosa que siempre resulta la existencia de un gobierno que, más allá de sus errores y deficiencias, haya estado a favor y no en contra de las mayorías populares. Se puede afirmar, sin temor a errarle mucho, que esta cualidad será valorada en los próximos tiempos en proporción directa al desarrollo de la obra de demolición de las actuales autoridades, coincidente con su cada vez más desembozado desprecio por la inteligencia y la sensibilidad populares.
En todo caso –y en coincidencia con los 30 años de su muerte–, podremos asegurar con Jorge Luis Borges que, al fin de cuentas, “los únicos paraísos no vedados al hombre son los paraísos perdidos”.
PUBLICADO POR NÉSTOR SBARIGGI EN 7:42