La que toca - Panamá Revista*
"CUANDO TODO SE DISGREGA, EL PERONISMO SE JUNTA; CUANDO LOS LIDERES SE EXTREMAN, APARECE ALBERTO FERNÁNDEZ, UN HOMBRE RAZONABLE CUYA “INACTUALIDAD” -EN LA ERA DE LOS BOLSONAROS- LO HACE AUN MÁS VALORABLE"
Pablo Touzon & Martín Rodríguez
@PabloTouzon @tintalimon
*Se recomienda leer la nota completa en su fuente:
http://www.panamarevista.com/la-que-toca/
“Todos nos comimos un poco el amague del fin de la Historia”.
Alejandro Galliano, 2019
La frase de Galliano sintetiza bien el espíritu de los que bordeamos de un lado y del otro de la línea los cuarenta años. A fines del siglo XX se temía menos el fracaso de la globalización que su éxito. El narradísimo movimiento zapatista, el “Imperio”de Toni Negri o “El” libro de moda en la Facultad de Ciencias Sociales de aquellos primeros 2000 (“Como cambiar el mundo sin tomar el poder”), del marxista John Holloway, son emblemas de este zeitgeist noventista que presuponía la estabilidad y homogeneidad de este nuevo orden invulnerable tanto o más que sus mismos propulsores. Estábamos ante el advenimiento de una nueva y global Pax Romana liderada por un Estados Unidos que hacía “sistema” con el mundo y que dejaba definitivamente de ser una nación para convertirse en un Imperio.
En la Argentina, el menemismo representó precisamente eso: la posibilidad de un orden. Injusto y excluyente, pero orden al fin. Llegaba un presidente salido de las urnas que gobernaba, por empezar, la economía. En un país estragado por las crisis inflacionarias y las asonadas militares, el oasis de estabilidad de esa década articuló un consenso político y social inédito en la historia argentina: era nuestro propio y módico fin de la Historia. Muchos militantes “nacionales y populares” de las urbes de aquella época (donde progresistas éramos todos y ninguno) nos retrotraíamos a la épica de la generación de nuestros padres para encontrar una inspiración (el revival setentista brota en los ’90, con el libro de Caparrós y Anguita “La Voluntad” como biblia) y nos ilusionábamos con las revueltas sociales periféricas (el “Santiagazo”, Cutralcó, nuestras Chiapas al sur), ninguna capaz de encender la pradera, pero sí capaz de mostrar los chispazos de un orden injusto y la evidencia de que sus costos no serían, al menos, tan gratuitos. Pero el poder, lo que se dice el poder, ya tenía dueño. El FREPASO fue nuestra propia versión de la tercera vía encarnada en el mundo por Bill Clinton y Tony Blair, la traducción socialdemócrata de este nuevo orden. Tan así que aún esa sigla funciona como estigma, una suerte de cuita electoral, el “yo no lo voté” de la izquierda social. Las alternativas electorales eran tan magras que algunos fundaron una alternativa: el 501. La exacta cantidad de kilómetros que te separaban del cuarto oscuro. Votar al FREPASO o no votar, parecían las únicas opciones de cierta “radicalidad” porteña. Amábamos odiar los noventa, fue una década que se supo década casi antes de suceder, tuvo su propia fuerza anticipatoria, nació autonarrada. De hecho no podríamos definir qué dos décadas vivimos tras ella, ¿cómo se llaman estos estrictos casi veinte años posteriores?, ¿los 2000 primero, luego la década del Bicentenario?, ¿las décadas kirchneristas? Cuando decimos “la década del 90” no hace falta agregar nada: nació con su 1 a 1 y su estigma, porque Menem no fundó una identidad política sino una ecología en la que vivir. Era tan de época el Alto Avellaneda como la revista Página 30, el “Santiagazo” como Puerto Madero. Y así como la militancia revolucionaria de los setenta no sabía que al voltear a los grandes patriarcas de la posguerra como Lyndon Johnson, Charles de Gaulle y Juan Perón estaban en realidad abriéndole las puertas a lo único que se interponía a la victoria del nuevo neoliberalismo, los militantes noventistas desconocíamos la excepcionalidad histórica que nos tocaba en suerte. Esa década, que se solazaba en mirar y despedir el antiguo mundo sólido que se disolvía en el aire, también se disolvió. Su materia maciza, hecha de las esquirlas de los grandes relatos, muros y Estados Benefactores, también se hizo polvo.
Pablo Touzon & Martín Rodríguez
@PabloTouzon @tintalimon
*Se recomienda leer la nota completa en su fuente:
http://www.panamarevista.com/la-que-toca/
“Todos nos comimos un poco el amague del fin de la Historia”.
Alejandro Galliano, 2019
La frase de Galliano sintetiza bien el espíritu de los que bordeamos de un lado y del otro de la línea los cuarenta años. A fines del siglo XX se temía menos el fracaso de la globalización que su éxito. El narradísimo movimiento zapatista, el “Imperio”de Toni Negri o “El” libro de moda en la Facultad de Ciencias Sociales de aquellos primeros 2000 (“Como cambiar el mundo sin tomar el poder”), del marxista John Holloway, son emblemas de este zeitgeist noventista que presuponía la estabilidad y homogeneidad de este nuevo orden invulnerable tanto o más que sus mismos propulsores. Estábamos ante el advenimiento de una nueva y global Pax Romana liderada por un Estados Unidos que hacía “sistema” con el mundo y que dejaba definitivamente de ser una nación para convertirse en un Imperio.
En la Argentina, el menemismo representó precisamente eso: la posibilidad de un orden. Injusto y excluyente, pero orden al fin. Llegaba un presidente salido de las urnas que gobernaba, por empezar, la economía. En un país estragado por las crisis inflacionarias y las asonadas militares, el oasis de estabilidad de esa década articuló un consenso político y social inédito en la historia argentina: era nuestro propio y módico fin de la Historia. Muchos militantes “nacionales y populares” de las urbes de aquella época (donde progresistas éramos todos y ninguno) nos retrotraíamos a la épica de la generación de nuestros padres para encontrar una inspiración (el revival setentista brota en los ’90, con el libro de Caparrós y Anguita “La Voluntad” como biblia) y nos ilusionábamos con las revueltas sociales periféricas (el “Santiagazo”, Cutralcó, nuestras Chiapas al sur), ninguna capaz de encender la pradera, pero sí capaz de mostrar los chispazos de un orden injusto y la evidencia de que sus costos no serían, al menos, tan gratuitos. Pero el poder, lo que se dice el poder, ya tenía dueño. El FREPASO fue nuestra propia versión de la tercera vía encarnada en el mundo por Bill Clinton y Tony Blair, la traducción socialdemócrata de este nuevo orden. Tan así que aún esa sigla funciona como estigma, una suerte de cuita electoral, el “yo no lo voté” de la izquierda social. Las alternativas electorales eran tan magras que algunos fundaron una alternativa: el 501. La exacta cantidad de kilómetros que te separaban del cuarto oscuro. Votar al FREPASO o no votar, parecían las únicas opciones de cierta “radicalidad” porteña. Amábamos odiar los noventa, fue una década que se supo década casi antes de suceder, tuvo su propia fuerza anticipatoria, nació autonarrada. De hecho no podríamos definir qué dos décadas vivimos tras ella, ¿cómo se llaman estos estrictos casi veinte años posteriores?, ¿los 2000 primero, luego la década del Bicentenario?, ¿las décadas kirchneristas? Cuando decimos “la década del 90” no hace falta agregar nada: nació con su 1 a 1 y su estigma, porque Menem no fundó una identidad política sino una ecología en la que vivir. Era tan de época el Alto Avellaneda como la revista Página 30, el “Santiagazo” como Puerto Madero. Y así como la militancia revolucionaria de los setenta no sabía que al voltear a los grandes patriarcas de la posguerra como Lyndon Johnson, Charles de Gaulle y Juan Perón estaban en realidad abriéndole las puertas a lo único que se interponía a la victoria del nuevo neoliberalismo, los militantes noventistas desconocíamos la excepcionalidad histórica que nos tocaba en suerte. Esa década, que se solazaba en mirar y despedir el antiguo mundo sólido que se disolvía en el aire, también se disolvió. Su materia maciza, hecha de las esquirlas de los grandes relatos, muros y Estados Benefactores, también se hizo polvo.