El fin de la transición
"El síndrome fundacional, es
una tendencia a recomenzar todo el proceso de instalación democrática como si cada
alternancia fuera nuevamente una transición (1) [...]" (Luis Mesyngier, "La transición permanente").
La democracia argentina en un sentido amplio está aún en zona de construcción y solo basta ver el derrotero de los últimos ciclos presidenciales hasta 2003 para confirmarlo. Aún con dificultades y por el camino farragoso que interpone la derecha en cada oportunidad que se le presenta, estamos encaminado a un traspaso de mando sin sobresaltos y esto habla bien del actual gobierno y de nuestra joven democracia de casi 32 años.
IXX-oct2015
Alcanza con detener el dedo frenético sobre el control remoto y estacionarse dos minutos en algún programa de cable para escuchar la referencia a “las instituciones”, invocadas por quienes creen que hay que salvarlas de la barbarie populista tanto como por aquellos que las desdeñan o las consideran a salvo de toda imperfección. Pero, ¿qué son exactamente las instituciones? En su definición más básica, son patrones repetitivos de interacción cristalizados en prácticas, leyes y aparatos, que al rato de andar se autonomizan de las circunstancias que les dieron origen y adquieren valor en sí mismos. El tiempo osifica a las instituciones y les provee una inercia que a menudo les garantiza una sobrevida más allá de la función concreta para la que fueron creadas: son las instituciones-zombie, que en apariencia siguen vigentes pero que en realidad están muertas, como la OEA, el celibato o la corbata.
Y así como el paso del tiempo fortalece a las instituciones, las rutinas institucionales contribuyen a reducir los grados de incertidumbre y evitar sorpresas; hacen más previsible, más lineal al tiempo. En el fondo, instituciones y tiempo son lo mismo.
Estados alterados
La sucesión –el pasaje de un gobierno a otro–es una de las instituciones más delicadas de una democracia, a punto tal que los politólogos coinciden en que recién cuando se establecen mecanismos regulares para garantizarla estamos ante una democracia verdaderamente consolidada. Estados Unidos, modelo institucional de casi todos los países latinoamericanos, establece en su Constitución hasta la hora del traspaso de mando, que por la Vigésima Enmienda debe producirse exactamente al mediodía del 20 de enero (si cae domingo, como sucedió tres veces, se hace una ceremonia privada ese día y una pública al siguiente).
Pero no hace falta alejarse hasta Washington para verificar esta idea. En Chile, que salvo el paréntesis pinochetista ha gozado de una democracia bastante estable, se mantiene vigente la tradición que indica que, apenas conocido el resultado de las elecciones, el presidente en ejercicio llama a su sucesor para coordinar una visita a su casa, que se concreta al día siguiente. El 18 de enero de 2010, siguiendo la tradición, Sebastián Piñera levantó el teléfono y se comunicó con Michelle Bachelet. El diálogo fue televisado en directo con una cámara en cada lado, lo que hacía obviamente innecesario el uso de la línea. Pero las instituciones –insistamos– son pautas de conducta solidificadas que no siempre guardan relación con su utilidad real, por lo que ambos se prestaron a la pantomima de hablarle al aparato a pesar de que la voz se transmitía cristalinamente a través de la fibra óptica.
Por su historia alocada de mil crisis, los estudios e investigaciones disponibles en América Latina sobre los cambios de gobierno –el contexto en el que se producen, los condicionamientos institucionales, el rol de los partidos políticos y los poderes corporativos– son escasos. Como resultado, contamos con una amplia literatura sobre la transición a la democracia, producida a partir de los trabajos pioneros de Guillermo O’Donnell (1), pero sufrimos la insuficiencia de estudios sobre las transiciones en democracia.
Una excepción son las recientes investigaciones de Alberto Pérez Liñán sobre la inestabilidad institucional latinoamericana previa al ascenso de partidos y líderes de izquierda (2). El autor, que contó 13 presidentes desplazados o forzados a renunciar entre 1985 y 2005, llegó a la conclusión de que desde la recuperación democrática y contra lo que se pensaba, la caída del gobierno no implica necesariamente la caída del régimen, que podrá tambalear como un borracho volviendo a casa de madrugada pero que al final logra mantenerse en pie, meter la llave en la cerradura y desplomarse en la cama (casi podríamos decir: como un borracho que sabe).
Esta novedosa singularidad latinoamericana –democracias estables con gobiernos inestables– tiene dos efectos. Por un lado, nos reconcilia con el régimen presidencialista: se suponía que uno de sus principales déficits era que, a diferencia de los parlamentarismos, carecía de la flexibilidad necesaria para tramitar este tipo de tensiones. Por otro, echa luz sobre los tres “factores de desestabilización” que pueden poner en riesgo la continuidad de un gobierno: el Congreso, los militares y la calle. Los casos de Hugo Chávez (2002), Manuel Zelaya (2009) y Fernando Lugo (2012), así como los intentos neo-golpistas en Bolivia y Ecuador, demuestran que este tipo de “transición forzada” sigue presente.
Cardiopatías
En Argentina, medio siglo de poder militar y proscripción del peronismo impidieron la consolidación institucional. A partir de 1983, sin embargo, vivimos un período de inédita continuidad democrática en combinación con una persistente inestabilidad política: dos presidentes que no concluyeron su mandato y la semana trágica del 2001 confirman que, pese a su memoria de inmigración europea y al aspecto parisino de algunas calles de Buenos Aires, nuestro país no ha sido ajeno a esta tradición tropical.
La dificultad, una vez más, es pensar lo que no sucede, o lo que sucede muy raramente: en el caso que nos ocupa, pensar los cambios de gobierno en contextos de normalidad. Puestos a comparar, entonces, podemos decir que la transición más parecida a la que sucederá a partir del 10 de diciembre no es la de 1983, producida a la salida de la dictadura, ni la de 1989, ocurrida luego de la renuncia anticipada de Raúl Alfonsín, ni por supuesto las del 2001 o 2003, sino la de 1999, cuando, luego de diez años en la Casa Rosada, Carlos Menem le entregó el poder a Fernando de la Rúa en un marco de normalidad institucional, estabilidad económica y relativa paz social.
La desaceleración de la economía en un contexto internacional desfavorable –consecuencia de la crisis rusa y la devaluación del real en 1999, y de la crisis global y la devaluación del real hoy–termina de emparentar ambas situaciones, que por supuesto también muestran diferencias: en primer lugar, porque el menemismo dejaba la mecha encendida de la bomba de la convertibilidad (un fenómeno de autoengaño colectivo que debería merecer más atención), en tanto que el kirchnerismo deja como herencia algunos nudos económicos que será necesario desatar pero que no pronostican un estallido en el corto plazo.
Pero como la democracia es tanto un contenido como una forma (la democracia es básicamente un procedimiento para elegir a nuestros gobernantes), vale la pena seguir explorando las semejanzas con aquella transición sosegada. Tirando un poco más del hilo de la comparación podríamos incluso afirmar que si Daniel Scioli se impone en las elecciones, como sugieren las encuestas, estaríamos, tanto en 1999 como hoy, frente a un ciclo político de transformación profunda que deja su lugar a un presidente que promete una mezcla de cambio con continuidad: la diferencia es que en De la Rúa el cambio era explícito y la continuidad (la garantía de sostener la convertibilidad) se daba por descontada, en tanto que en Scioli el cambio es implícito (derivado más de su personalidad y algunos trazos de su gestión bonaerense), mientras que la continuidad se reafirma todos los días mediante un discurso que suelta promesas kirchneristas a repetición.
En concreto, ¿qué nos enseña la mudanza de Menem a De la Rúa que nos pueda resultar útil para la transición que se avecina? Básicamente, y esto vale tanto para Scioli como para Macri, que en las condiciones actuales de mutación democrática, el presidente, independientemente de las mayorías legislativas y la buena imagen inicial de la que disponga, está obligado a revalidar su legitimidad frente a una ciudadanía dispuesta a hacer sentir el peso de su indignación, en los medios y en las calles, desde el primer momento. Como demuestran las experiencias actuales de Chile y sobre todo Brasil, en la “democracia del minuto a minuto” (3) no hay un paréntesis de piedad entre la asunción del nuevo gobierno y las demandas de una sociedad tan desconfiada como impaciente.
La normalidad, entonces, puede resultar engañosa, puede crear la sensación de que el nuevo líder dispone de un tiempo del que en realidad carece. Si algo enseñan las experiencias de De la Rúa, Bachelet y Dilma, es que el presidente está obligado a ejercer su poder desde que asume. Lo entendió perfectamente Frank Underwood, que en el último capítulo de la segunda temporada de House of Cards, apenas recibe el poder de Garrett Walker en Camp David, descarta con un gesto apurado el intento del edecán de transmitirle las formalidades del uso del maletín nuclear y pide que lo comuniquen –“¡inmediatamente!”– con el presidente chino para resolver las tensiones que tienen a ambos países al borde de la guerra.
Sucede que el método de seguir los reclamos de la opinión pública y formular promesas difusas podrá resultar útil durante la campaña, pero resulta totalmente insuficiente una vez instalado en el gobierno, porque el sentido común colectivo está hecho de una maraña de demandas, temores y sueños contradictorios y confusos. El presidente debe por supuesto escuchar a la sociedad pero no necesariamente debe hacerle caso, como no lo hizo Alfonsín oponiéndose a la guerra de Malvinas y como no lo hizo Kirchner inaugurando su política de derechos humanos, por citar dos ejemplos clásicos. La dimensión instituyente del líder, en el sentido de su capacidad para crear realidad y no solo para leerla, resulta crucial.
Las promesas de continuidad de Scioli, el giro estatista de Macri y el eslogan de Massa (“El cambio justo”) revelan una demanda social de moderación, gradualismo y prudencia, por cierto bastante razonable luego de doce años de intensidad kirchnerista. La pregunta es si este estilo es el más adecuado para conducir nuestra Argentina cardíaca: los casos de Menem y Kirchner, los únicos que lograron domar la economía y gestionar la política, parecerían demostrar lo contrario. Sin embrago, como señalamos al comienzo, la evidencia empírica de las transiciones normales es escasa y no nos atrevemos, por cautela analítica, a arriesgar una hipótesis. Por eso preferimos escribir una pregunta (4): ¿es posible gobernar Argentina desde el centro?.
1. Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead, Transiciones desde un gobierno autoritario, 4 vol., Paidós, 1996.
2. Alberto Pérez Liñán, Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América Latina, FCE, 2009.
3. Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 192, junio de 2015.
4. Nicolás Tereschuk, www.artepolitica.com
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
La democracia argentina en un sentido amplio está aún en zona de construcción y solo basta ver el derrotero de los últimos ciclos presidenciales hasta 2003 para confirmarlo. Aún con dificultades y por el camino farragoso que interpone la derecha en cada oportunidad que se le presenta, estamos encaminado a un traspaso de mando sin sobresaltos y esto habla bien del actual gobierno y de nuestra joven democracia de casi 32 años.
(1) Es necesario diferenciar dos tipos de transición política (en Mesyngier):
Transición propiamente dicha: pasaje de un régimen autoritario a uno de tipo democrático.
Alternancia política: sucesivos cambios de gobierno, de una administración de un signo
político a otra dominada por la oposición.
"La normalidad como excepción" por José Natanson
http://mundotario.blogspot.com.ar/2015/10/la-normalidad-como-excepcion-por-jose.htmlAlcanza con detener el dedo frenético sobre el control remoto y estacionarse dos minutos en algún programa de cable para escuchar la referencia a “las instituciones”, invocadas por quienes creen que hay que salvarlas de la barbarie populista tanto como por aquellos que las desdeñan o las consideran a salvo de toda imperfección. Pero, ¿qué son exactamente las instituciones? En su definición más básica, son patrones repetitivos de interacción cristalizados en prácticas, leyes y aparatos, que al rato de andar se autonomizan de las circunstancias que les dieron origen y adquieren valor en sí mismos. El tiempo osifica a las instituciones y les provee una inercia que a menudo les garantiza una sobrevida más allá de la función concreta para la que fueron creadas: son las instituciones-zombie, que en apariencia siguen vigentes pero que en realidad están muertas, como la OEA, el celibato o la corbata.
Y así como el paso del tiempo fortalece a las instituciones, las rutinas institucionales contribuyen a reducir los grados de incertidumbre y evitar sorpresas; hacen más previsible, más lineal al tiempo. En el fondo, instituciones y tiempo son lo mismo.
Estados alterados
La sucesión –el pasaje de un gobierno a otro–es una de las instituciones más delicadas de una democracia, a punto tal que los politólogos coinciden en que recién cuando se establecen mecanismos regulares para garantizarla estamos ante una democracia verdaderamente consolidada. Estados Unidos, modelo institucional de casi todos los países latinoamericanos, establece en su Constitución hasta la hora del traspaso de mando, que por la Vigésima Enmienda debe producirse exactamente al mediodía del 20 de enero (si cae domingo, como sucedió tres veces, se hace una ceremonia privada ese día y una pública al siguiente).
Pero no hace falta alejarse hasta Washington para verificar esta idea. En Chile, que salvo el paréntesis pinochetista ha gozado de una democracia bastante estable, se mantiene vigente la tradición que indica que, apenas conocido el resultado de las elecciones, el presidente en ejercicio llama a su sucesor para coordinar una visita a su casa, que se concreta al día siguiente. El 18 de enero de 2010, siguiendo la tradición, Sebastián Piñera levantó el teléfono y se comunicó con Michelle Bachelet. El diálogo fue televisado en directo con una cámara en cada lado, lo que hacía obviamente innecesario el uso de la línea. Pero las instituciones –insistamos– son pautas de conducta solidificadas que no siempre guardan relación con su utilidad real, por lo que ambos se prestaron a la pantomima de hablarle al aparato a pesar de que la voz se transmitía cristalinamente a través de la fibra óptica.
Por su historia alocada de mil crisis, los estudios e investigaciones disponibles en América Latina sobre los cambios de gobierno –el contexto en el que se producen, los condicionamientos institucionales, el rol de los partidos políticos y los poderes corporativos– son escasos. Como resultado, contamos con una amplia literatura sobre la transición a la democracia, producida a partir de los trabajos pioneros de Guillermo O’Donnell (1), pero sufrimos la insuficiencia de estudios sobre las transiciones en democracia.
Una excepción son las recientes investigaciones de Alberto Pérez Liñán sobre la inestabilidad institucional latinoamericana previa al ascenso de partidos y líderes de izquierda (2). El autor, que contó 13 presidentes desplazados o forzados a renunciar entre 1985 y 2005, llegó a la conclusión de que desde la recuperación democrática y contra lo que se pensaba, la caída del gobierno no implica necesariamente la caída del régimen, que podrá tambalear como un borracho volviendo a casa de madrugada pero que al final logra mantenerse en pie, meter la llave en la cerradura y desplomarse en la cama (casi podríamos decir: como un borracho que sabe).
Esta novedosa singularidad latinoamericana –democracias estables con gobiernos inestables– tiene dos efectos. Por un lado, nos reconcilia con el régimen presidencialista: se suponía que uno de sus principales déficits era que, a diferencia de los parlamentarismos, carecía de la flexibilidad necesaria para tramitar este tipo de tensiones. Por otro, echa luz sobre los tres “factores de desestabilización” que pueden poner en riesgo la continuidad de un gobierno: el Congreso, los militares y la calle. Los casos de Hugo Chávez (2002), Manuel Zelaya (2009) y Fernando Lugo (2012), así como los intentos neo-golpistas en Bolivia y Ecuador, demuestran que este tipo de “transición forzada” sigue presente.
Cardiopatías
En Argentina, medio siglo de poder militar y proscripción del peronismo impidieron la consolidación institucional. A partir de 1983, sin embargo, vivimos un período de inédita continuidad democrática en combinación con una persistente inestabilidad política: dos presidentes que no concluyeron su mandato y la semana trágica del 2001 confirman que, pese a su memoria de inmigración europea y al aspecto parisino de algunas calles de Buenos Aires, nuestro país no ha sido ajeno a esta tradición tropical.
La dificultad, una vez más, es pensar lo que no sucede, o lo que sucede muy raramente: en el caso que nos ocupa, pensar los cambios de gobierno en contextos de normalidad. Puestos a comparar, entonces, podemos decir que la transición más parecida a la que sucederá a partir del 10 de diciembre no es la de 1983, producida a la salida de la dictadura, ni la de 1989, ocurrida luego de la renuncia anticipada de Raúl Alfonsín, ni por supuesto las del 2001 o 2003, sino la de 1999, cuando, luego de diez años en la Casa Rosada, Carlos Menem le entregó el poder a Fernando de la Rúa en un marco de normalidad institucional, estabilidad económica y relativa paz social.
La desaceleración de la economía en un contexto internacional desfavorable –consecuencia de la crisis rusa y la devaluación del real en 1999, y de la crisis global y la devaluación del real hoy–termina de emparentar ambas situaciones, que por supuesto también muestran diferencias: en primer lugar, porque el menemismo dejaba la mecha encendida de la bomba de la convertibilidad (un fenómeno de autoengaño colectivo que debería merecer más atención), en tanto que el kirchnerismo deja como herencia algunos nudos económicos que será necesario desatar pero que no pronostican un estallido en el corto plazo.
Pero como la democracia es tanto un contenido como una forma (la democracia es básicamente un procedimiento para elegir a nuestros gobernantes), vale la pena seguir explorando las semejanzas con aquella transición sosegada. Tirando un poco más del hilo de la comparación podríamos incluso afirmar que si Daniel Scioli se impone en las elecciones, como sugieren las encuestas, estaríamos, tanto en 1999 como hoy, frente a un ciclo político de transformación profunda que deja su lugar a un presidente que promete una mezcla de cambio con continuidad: la diferencia es que en De la Rúa el cambio era explícito y la continuidad (la garantía de sostener la convertibilidad) se daba por descontada, en tanto que en Scioli el cambio es implícito (derivado más de su personalidad y algunos trazos de su gestión bonaerense), mientras que la continuidad se reafirma todos los días mediante un discurso que suelta promesas kirchneristas a repetición.
En concreto, ¿qué nos enseña la mudanza de Menem a De la Rúa que nos pueda resultar útil para la transición que se avecina? Básicamente, y esto vale tanto para Scioli como para Macri, que en las condiciones actuales de mutación democrática, el presidente, independientemente de las mayorías legislativas y la buena imagen inicial de la que disponga, está obligado a revalidar su legitimidad frente a una ciudadanía dispuesta a hacer sentir el peso de su indignación, en los medios y en las calles, desde el primer momento. Como demuestran las experiencias actuales de Chile y sobre todo Brasil, en la “democracia del minuto a minuto” (3) no hay un paréntesis de piedad entre la asunción del nuevo gobierno y las demandas de una sociedad tan desconfiada como impaciente.
La normalidad, entonces, puede resultar engañosa, puede crear la sensación de que el nuevo líder dispone de un tiempo del que en realidad carece. Si algo enseñan las experiencias de De la Rúa, Bachelet y Dilma, es que el presidente está obligado a ejercer su poder desde que asume. Lo entendió perfectamente Frank Underwood, que en el último capítulo de la segunda temporada de House of Cards, apenas recibe el poder de Garrett Walker en Camp David, descarta con un gesto apurado el intento del edecán de transmitirle las formalidades del uso del maletín nuclear y pide que lo comuniquen –“¡inmediatamente!”– con el presidente chino para resolver las tensiones que tienen a ambos países al borde de la guerra.
Sucede que el método de seguir los reclamos de la opinión pública y formular promesas difusas podrá resultar útil durante la campaña, pero resulta totalmente insuficiente una vez instalado en el gobierno, porque el sentido común colectivo está hecho de una maraña de demandas, temores y sueños contradictorios y confusos. El presidente debe por supuesto escuchar a la sociedad pero no necesariamente debe hacerle caso, como no lo hizo Alfonsín oponiéndose a la guerra de Malvinas y como no lo hizo Kirchner inaugurando su política de derechos humanos, por citar dos ejemplos clásicos. La dimensión instituyente del líder, en el sentido de su capacidad para crear realidad y no solo para leerla, resulta crucial.
Las promesas de continuidad de Scioli, el giro estatista de Macri y el eslogan de Massa (“El cambio justo”) revelan una demanda social de moderación, gradualismo y prudencia, por cierto bastante razonable luego de doce años de intensidad kirchnerista. La pregunta es si este estilo es el más adecuado para conducir nuestra Argentina cardíaca: los casos de Menem y Kirchner, los únicos que lograron domar la economía y gestionar la política, parecerían demostrar lo contrario. Sin embrago, como señalamos al comienzo, la evidencia empírica de las transiciones normales es escasa y no nos atrevemos, por cautela analítica, a arriesgar una hipótesis. Por eso preferimos escribir una pregunta (4): ¿es posible gobernar Argentina desde el centro?.
1. Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead, Transiciones desde un gobierno autoritario, 4 vol., Paidós, 1996.
2. Alberto Pérez Liñán, Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América Latina, FCE, 2009.
3. Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 192, junio de 2015.
4. Nicolás Tereschuk, www.artepolitica.com
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur